El control judicial de la ejecución de la pena privativa de la libertad ?sobre la necesidad del control y de una magistratura especializada?

AutorGustavo A. Arocena
Páginas71-86

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I Introducción

La vigencia plena de los derechos de los reclusos exige más que su mera proclamación a nivel normativo, sea éste legal o, aun, constitucional. Son necesarios mecanismos internos de garantías que, como la judicialización de la ejecución penitenciaria, aseguren que la aplicación práctica de las disposiciones penitenciarias no termine por vaciar de contenido las reglas de garantía relativas a los penados.

Desde este punto de vista, puede decirse que la necesidad de control judicial de la ejecución de la pena privativa de la libertad se deriva del principio de legalidad de la ejecución o legalidad ejecutiva 69(art. 18, C.N.), el que, como hemos observado en el apartado precedente, exige que una ley anterior al hecho del proceso defina el delito, la pena y,

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fundamentalmente, las modalidades de cumplimiento de la sanción. Es evidente que de nada serviría la posibilidad de conocer anticipadamente las consecuencias penales de la propia conducta si posteriormente éstas pudieran ser aplicadas en forma arbitraria e incontrolable70.

Es que no basta con la existencia de importantes instancias de control supranacional, ejercidas por organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos o el Subcomité para la Prevención de la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes, que intervienen reaccionando frente a la lesión de un derecho fundamental o previniendo la producción de este resultado, mediante la puntualización de las condiciones de detención que —por deficitarias— podrían conducir a tal afectación de derechos elementales.

Hacen falta, como hemos aseverado, mecanismos de garantías inter-nos, es decir, provistos por el propio Estado, ora nacional, ora provincial.

La exigencia de fiscalización judicial de la privación de la libertad no es sino una manifestación específica del deber estatal de conceder acceso al control judicial de cualquier acto de la administración que afecte o pueda afectar derechos o libertades fundamentales de las personas71. Sin embargo, la especial situación que se pretende regular justifica una necesidad de control judicial más celoso, más atento.

En efecto, la estrecha y continua interrelación entre el agente penitenciario y el recluso favorece la generación de conflictos y, con ello, el

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peligro constante de afectación de los derechos fundamentales del inter-no, por lo que un control intenso de la actividad de la administración penitenciaria resulta imperativo.

En torno a esto último, conviene decir, incluso, que muchas veces los riesgos para los derechos fundamentales de los reclusos provienen de la sobrevaluada centralidad que la agencia penitenciaria atribuye a las cuestiones relativas a la seguridad, la disciplina y el orden interno en el establecimiento carcelario. En función de tales prioridades, no es infrecuente que el personal penitenciario ajuste toda su actividad al logro de un control estricto que evite posibles desviaciones del condenado, sin reparar en las eventuales afectaciones a los derechos del recluso que ello acarrea. Suele acudirse, en muchos casos abusivamente, a un endurecimiento del régimen disciplinario y a fuertes excesos de seguridad, a través de medidas que, en tanto puedan resentir derechos fundamentales de los internos más allá de la afectación que permite la ley, resultan difícilmente compatibles, cuando no simplemente contrarias, a las finalidades resocializadoras que se pretende alcanzar72.

La judicialización de la pena de encierro aparece, así, como un instrumento indispensable para la realización del principio de legalidad ejecutiva, y presupone, por un lado, la asignación de competencia específica para intervenir en el control de la ejecución de la sanción privativa de la libertad a una magistratura especializada (Juez de Ejecución Penal o Juez de Vigilancia Penitenciaria), y, por el otro, el ensanchamiento del ámbito de “jurisdiccionalización” mediante una ampliación de las funciones judiciales durante la etapa de ejecución —que se atribuyen al juez especial—, en detrimento de las tareas confiadas a la administración penitenciaria.

II Sobre el órgano judicial competente para el control de la ejecución de la pena de encierro carcelario

Parte de la doctrina jurídica postula la conveniencia de que el control jurisdiccional de la ejecución de la pena lo lleve a cabo el mismo tribunal

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que juzgó y condenó al acusado, puesto que el juez de mérito, por su contacto con la causa, posee un singular conocimiento del hecho y de la personalidad del autor.

Para nosotros, la atribución de competencia específica para actuar en la vigilancia de la ejecución del encarcelamiento punitivo a un juez especializado, se justifica por un sinnúmero de razones (tanto pragmáticas como dogmático-jurídicas) de las que, en este texto, habremos de mencionar sólo una, muy vinculada con el argumento brindado en defensa de la posición opuesta.

Nos referimos, puntualmente, a la diferente perspectiva o, si se quiere, el distinto objeto de análisis de, respectivamente, el momento de la actividad jurisdiccional relativo a la cognición —que se materializa en la declaración de certeza contenida en la sentencia del juez penal—, y su momento de ejecución forzada de las providencias contenidas en la resolución definitiva.

En efecto, a los fines de decidir sobre la punibilidad de un acontecimiento supuestamente delictivo, el juez repara en las características del hecho que se atribuye al acusado. Así, en función de ellas, el magistrado resuelve acerca de la reprochabilidad del autor por la comisión de un hecho determinado en sus caracteres esenciales.

Por el contrario, en la ejecución de la pena privativa de la libertad impuesta por la sentencia definitiva, el magistrado debe parar mientes, no ya en el hecho individual que dio lugar al reproche dirigido al autor, sino en otras cuestiones, a saber: el respeto de las garantías constitucionales en el trato otorgado al condenado (arg. art. 35 bis, inc. 1, C.P.P.), la mayor o menor observancia —por parte del recluso— de las normas que rigen el orden, la disciplina y la convivencia dentro de un establecimiento penitenciario (arg. art. 100, L.E.P.P.L.), y la evolución personal del interno de la que sea deducible su mayor o menor posibilidad de adecuada reinserción social (arg. art. 101 L.E.P.P.L.). Se ocupará de todo ello, por cierto, con el objeto de lograr la apropiada reinserción social del penado (art. 1º, L.E.P.P.L.)73.

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De tal suerte, el juez a quien se confía la vigilancia de la ejecución de la pena de encierro carcelario debe tutelar la vigencia de las garantías del interno y justipreciar el desenvolvimiento del recluso dentro de la institución total, procurando, sin injerencias arbitrarias en el ámbito propio de la dignidad personal del condenado, que el transcurso

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de su vida intramuros lo prepare para, le facilite o propicie su futura reincorporación a la vida en sociedad.

Es un cometido que, de ordinario, resulta de difícil cumplimiento para alguien que, como el juez que decidió la condena del recluso, puede tener su ánimo teñido por la “manera de ser” del interno que podría considerarse caracterizada o expresada por el hecho delictivo que él ha perpetrado.

Exigir a un mismo magistrado que, con igual vehemencia, probidad e imparcialidad, se ocupe, primero, de juzgar el hecho cometido por una persona, y, luego, de agotar los medios disponibles para lograr que el enclaustramiento punitivo se traduzca en un eficaz proceso resocializador del recluso, parece una pretensión no exenta de las importantes dificultades que se desprenden del natural preconcepto que todo ser humano —incluso el juez— tiene respecto de quien ha cometido un delito o, al menos, cierta clase de infracciones, como, por ejemplo, los delitos comúnmente llamados “aberrantes”.

Entonces, demandarle al juez que —para que intervenga adecuadamente en la injerencia resocializadora del interno— haga “tabla rasa” en su ánimo con relación a una persona que él ha condenado por la comisión de un hecho delictivo implica, en no pocos casos, reclamarle una suerte de “trastorno de identidad disociativo”, en función del cual posea dos personalidades: una para juzgar imparcialmente un hecho supuestamente delictivo, otra para procurar enérgicamente la resocialización de quien comprobadamente ha cometido la infracción; y que, incluso, tenga un importante grado de pérdida de memoria respecto del impacto en su ánimo que pudiera haberle causado el injusto que debió juzgar74.

Todo cuanto se ha puntualizado, pues, justifica la instauración de una magistratura especializada, que sea llamada a intervenir cuando la sentencia de condena a una pena privativa de la libertad se encuentre

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firme. Como puede observarse, ella se muestra como un expediente apto para asegurar la neutralidad, la imparcialidad del juez que debe controlar una ejecución de la pena privativa de la libertad, respetuosa de los derechos del recluso, a la vez que eficazmente enderezada a favorecer la positiva reinserción social del condenado. En otras palabras...

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