Conclusiones

AutorMáximo Sozzo
Páginas459-492
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“El grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía ar-
bitraria” (Foucault, 2000, 26)
A lo largo de este libro hemos explorado el nacimiento de la in-
tersección entre la locura y el crimen, entre el dispositivo alienista/
psiquiátrico y el dispositivo penal en Argentina durante el siglo XIX
–entre los años 1820 y los años 1880– tomando como escenario privi-
legiado la ciudad de Buenos Aires. Como decíamos en la Introducción,
hemos realizado este ejercicio partiendo de “lo penal” e indagando des-
de allí los cruces con “lo alienista/lo psiquiátrico”. Y procedimos en
dos planos. En la primera parte, hemos explorado cuándo y cómo esta
problematización se presentó en los discursos serios –que reclamaban
una relación especial con la verdad– construidos sobre la cuestión cri-
minal en el mundo del derecho, progresivamente en forma cada vez
más especializada, incluyendo cuándo, cómo y cuanto se producían
apropiaciones de conceptos y argumentos generados en el discurso
alienista/psiquiátrico. En la segunda parte, hemos explorado cuándo
y cómo se construyó la intersección entre la locura y el crimen en el
escenario del dispositivo penal, qué tecnologías y prácticas se desarro-
llaron efectivamente al respecto y especialmente qué papeles jugaron
en ellas los operadores alienistas/psiquiátricos y qué consecuencias
generaron. Reconstruimos aquí los resultados de las exploraciones de
ambos planos, indisolublemente vinculados, pues “decir” es una forma
de “hacer” y “hacer” implica “decir”.
CONCLUSIONES
máximo Sozzo
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1. lo diCho (y heCho)
En la exploración de la formación de la racionalidad moderna en Bue-
nos Aires hemos distinguido dos momentos fundamentales, uno el de
su nacimiento y el otro el de su consolidación. En ambos la intersección
entre la locura y el crimen se ha jugado de modos diferentes.
En el primer momento, entre los años 1820 y los años 1850, la cuestión
de la intersección entre la locura y el crimen no se presenta como un
blanco directo y privilegiado de las preocupaciones de los intelectuales
locales del mundo del derecho. En un marco discursivo muchas veces
caracterizado por un tono rupturista con respecto a la tradición del dere-
cho español y colonial –nacido de la importación de las ideas ilustradas
europeas sobre la cuestión criminal– pero también por una fuerte con-
tinuidad en materia legislativa, resulta complejo interpretar la ausencia
de una tematización específ‌ica al respecto. Sin embargo, en el medio
de af‌irmaciones dirigidas fundamentalmente a otros objetos, es posible
identif‌icar dos posiciones alternativas que aparecen oblicuamente. Ambas
adhieren a la vieja creencia de la tradición del derecho canónico, español
y colonial acerca de la necesidad de diferenciar al loco del cuerdo entre
quienes han cometido un acto que la ley def‌ine como ilícito, en un tono
continuista. Pero dif‌ieren en la manera de justif‌icar dicha diferenciación.
Por un lado, en ciertos textos como los de Alberdi o Quiroga de la Rosa,
se encapsulaba completamente la forma de abordar esta cuestión típica
de aquella tradición –y de la teología cristiana–, lo que signif‌icaba fundar
esta diferenciación en la creencia en la existencia del “libre albedrío” –un
conglomerado complejo de libertad, razón y voluntad– como una cuali-
dad inherente a la naturaleza humana sobre cuya posesión o no ningún
sujeto que la poseyera podía dudar. De este modo, la diferenciación entre
locos y cuerdos aparecía como “evidente” para los portadores del libre
albedrio –especialmente, el juez penal. Como consecuencia, parecía
también evidente que solo se podía aplicar una sanción penal al individuo
cuerdo y dejar libre al individuo loco que no era responsable moral y pe-
nalmente pese a que había cometido un delito, proclamando la necesidad
de que la justicia penal simplemente se abstenga.
Por otro lado, en ciertos textos penales del período –Bellemare,
Somellera, Varela– se asomaba un camino que no asentaba esta diferen-
loCura y Cr imen
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ciación entre locos y cuerdos que han cometido un delito en la idea del
libre albedrío como una cualidad inherente a la naturaleza humana. De
este modo, dicha diferenciación adquiría una cierta peculiaridad, pues no
necesariamente se debía pensar como algo evidente. Especialmente, las
posiciones benthamianas sostenidas por los autores locales abrían otras
posibilidades. Desde este punto de vista se planteaba que el “estado de la
mente” tiene grados y se reconocía la necesidad de una mirada atenta y
cuidadosa que los distinga empíricamente, asumiendo que su estructura
no es binaria, locura/cordura, aun cuando se prensara que estos dos tér-
minos son los extremos en el marco de un continuum de distintos niveles
de “capacidad de razonamiento”. Esta mirada meticulosa era en estos tex-
tos aquella del juez penal que debía determinar en qué casos la pena de-
bía ser aplicada, excluyendo a los locos –pero también a otros supuestos
excepcionales. Este examen minucioso debía desenvolverse además con
respecto a los grados del “estado de la mente” a la hora de determinar el
tipo y cantidad de pena a aplicar a aquellos que habían cometido un delito
y podían ser calif‌icados genéricamente como cuerdos, introduciendo una
suerte de “individualización de la pena” que multiplicaba y complejizaba
las variantes más allá de la disyuntiva primaria acerca de si es necesario
o no imponer un castigo legal. Esta reivindicación de una mirada meti-
culosa del juez penal que debía diferenciar empíricamente entre diversos
grados del “estado de la mente” podría considerarse como una condición
para que en otro momento posterior, otros “expertos” reivindicaran una
capacidad especial para llevar adelante esta tarea, sobre todo si su saber
estaba específ‌icamente constituido en torno a ella –el alienista, el psi-
quiatra. Al mismo tiempo, la adopción fuerte por parte de estos autores
locales de la f‌inalidad de “corregir” al criminal como una justif‌icación
de la pena –no necesariamente exclusiva pero si fundamental–, podría
conjeturarse que coadyuvaba para admitir tendencialmente la necesidad
de que aquel que había cometido un delito, pero que era def‌inido como
loco por parte de la justicia penal no fuera dejado en libertad sino que
fuera enviado –para recordar la expresión de Bellemare, utilizada con
respecto a los menores de edad– a un “verdadero hospital de enfermos”
para que allí se cumpla con una f‌inalidad semejante.
Como se observa, la persistencia o no de esta creencia tradicional en el
libre albedrio como cualidad inherente a la naturaleza humana, creaba con-
diciones para que se generaran una serie de consecuencias en las maneras

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