Estado actual de los abogados en el ejercicio profesional

AutorArmando S. Andruet
Cargo del AutorDoctor en Derecho y Profesor Titular de Filosofía del Derecho , Universidad Católica de Córdoba Alveroni Ediciones, 2001
I Acerca del oficio de jurista

Inicialmente queremos efectuar una aclaración temática que parece imprescindible para evitar equívocos luego. En este sentido decimos que el carácter de jurista que colocamos en el epígrafe, en esta consideración al menos, resulta absolutamente interdefinible con el de abogado litigante sin más. Este individuo, para ser tal presumimos que no sólo deberá conocer la ciencia jurídica con la cual opera, sino reconocer con suficiente fundamento la formulación del derecho positivo, y gozar de una adecuada formación cultural que por caso le permita visualizar los asuntos judiciales no sólo desde una perspectiva legal o jurídica, sino como un problema psicológico-social y a veces también espiritual del individuo que requiere de sus servicios profesionales.

Ello sin perjuicio de saber que importantes autores han preferido formular distingos que pueden resultar absolutamente valiosos a otros efectos, pues, por caso, cuando se pretende hacer una suerte de analítica de los abogados y, a partir de ella, describir ciertos rasgos dominantes en cada uno de los mismos; así, por ejemplo, las que toman datos de pronto sólo externos, y por lo tanto la caracterización es meramente fenoménica, y si bien en nuestra opinión carece ello de rigurosidad especulativa, no puede ocultarse el evidente sentido de la observación del autor que la formula. De este modo diferencia M. Rivarola los siguientes binomios: abogados hábiles-especialistas, teóricos-prácticos, asiduos-pescanderos, trabajadores-paseanderos, insolentes-mesurados, y luego también los diferencia sobre rasgos, no ya del propio temperamento de la persona, sino de la personal estructura socioprofesional que le concierne; así: abogado enciclopédico, político, legislador, hombre de negocios, a sueldo y jubilado117.

Otros autores, por el contrario, identifican al jurista con el jurisconsulto, en tanto que encarna el mismo una auténtica síntesis teórico-pragmática del derecho y cultura; como tal, dicho calificativo le es transmisible al abogado y al juez; quienes así no realizan el mencionado ministerio son meramente legistas, esto es, aquellos cuyos conocimiento y sapientia sólo alcanza a los márgenes de la ley positiva. Por encima del jurista, el autor que formula esta clasificación ubica al magister iuris, quien además del contenido dado al jurista se ocupa de la enseñanza y la educación jurídica118.

Por el contrario, en una perspectiva menos erudita a nuestro parecer, se ubica R. Bielsa119, quien no formula en modo alguno el distingo que parecería resultar del propio nombre que la obra lleva, y si alguna consideración a tal respecto hay que obtener es la de tener por claro que el oficio de jurista tiene una caracterización prioritariamente vinculada con lo social, y de allí a lo político, teniendo en consecuencia una ineludible exigencia de colocar su creencia al servicio de mejor ordenar la sociedad misma.

Dicho lo anterior corresponde recordar que, tal como hemos podido señalar en otra oportunidad, la consideración que se vincula con una notoria flaccidez que en la sociedad posmoderna se encuentra a propósito de la ética en general, y por añadidura de la profesional; parece de inevitable razón ahora que haya que observar a las universidades para conocer acerca de qué manera tal cuestión puede ser mejorada o superada.

La pregunta entonces primaria, y a los fines de ir derechamente al tema en análisis, es la de indagar qué es lo que ocurre con los abogados, puesto que para los abogados sin duda alguna, si bien participan de una profesión que se asume como secular y laicizada, los aspectos morales y éticos tienen un desarrollo y una incidencia gravitante.

Para dejar adecuadamente integradas las ideas que se esbozan resulta oportuno tener presente cuál es el verdadero oficio de jurista existente, en el cual ocupa un lugar privilegiado la consideración respecto a la función social que éste brinda.

Bien vale la pena recordar las atinadas observaciones de Ortega y Gasset en este tema, cuando detallaba "que ‘oficio' (officium) viene de ob y facere, donde la preposición significa salir al encuentro prontamente de algo, en este caso a un hacer; officium es hacer sin titubeos, sin demora lo que urge, la faena que se presenta como inexcusable. En esto consiste la idea misma del deber: cuando no nos queda margen para decidir nosotros si hay o no que hacerlo. Podemos cumplirlo o no, pero si hay que hacerlo es incuestionable, por eso es deber"120.

De allí entonces que no se puede dudar de que la abogacía sea oficio -en su sentido etimológico auténtico y no como mera categoría laborativa, como por caso profesión u ocupación-, y ese oficio es servicio que se otorga en definitiva para que lo suyo de cada uno esté en poder de quien así corresponda.

Sobre esta línea argumentativa algunos autores han insistido a propósito de la función social de la abogacía121, y otros, a nuestro parecer con cierta excesividad, de la existencia de un verdadero magisterio social122 en los abogados, o al decir de Berryer, que "la misión del abogado es también un ministerio público"123, o como lo sostiene Padilla, que la abogacía debe ser considerada como una verdadera función pública, desempeñada por el abogado, funcionario público o auxiliar de la justicia124.

Como bien se ha indicado, los supuestos sociales del oficio del jurista son dos: la existencia de lo suyo125 y la necesidad de darlo. Lo primero indica que las cosas están repartidas, y lo segundo que están o pueden estar ellas en poder de otros126. Este mismo carácter social de la profesión de abogado queda claramente puntualizado también, toda vez que se reconoce que se cumple en tal profesión con un rol de mediación, o mejor intermediación, entre el juzgado y el juzgador, atento a los intereses contrapuestos que el primero posee con otros.

Cabe en este aspecto insistir acerca de una adecuada comprensión de lo que significa propiamente el rol social de la profesión de abogado. Por una parte, cabe dejar acabado, en la manera más efectiva que nos sea posible, que la relación existente entreel abogado y el juez es inmediata, y la diferencia que entre ambos existe es de reconocimientos o de ángulos de análisis de la misma cosa común127. Es decir que la diferencia no pasa por una cuestión sustancial alguna; el compromiso de ambos de manera ineludible es cumplir con lo justo, porque tienen propiamente una comunidad en la justicia. Por conformar precisamente "común-unidad", lo que parece contemporáneamente haber desaparecido en determinadas circunstancias histórico-políticas de nuestro tiempo, es que al abogado le corresponde la idéntica consideración que al magistrado, y que otrora estaba supuesto, cuando estaba arraigado en esa indiscutible apreciación, que la palabra del abogado forma convicción en el juez y tal palabra no debe discutirse128. En verdad que ésta y no otra es la fundabilidad del art. 17 de la ley 5805, que reza: "En el desempeño de su profesión, el abogado está equiparado a los magistrados en cuanto al respeto y consideración que debe guardársele [...]", lo que de alguna manera es transcripto en la mayoría de las leyes provinciales de colegiación profesional129.

Quitado el mencionado concepto de vinculación con la función social, por ello proba y comunicable en la sociedad, el abogado de forma expresa no merece el tratamiento semejante al magistrado, puesto que su función profesional se ha desnaturalizado de tal manera que es sólo la parte con suficiencia técnico profesional.

Desgraciadamente los tiempos seculares resultan no siempre claros en estos aspectos, y a veces parece ser que la profesión queda más orientada a una mera praxis de ese tipo que a ser auténtica probidad abogadil130.

Tanto el abogado litigante como el abogado magistrado están implicados en una misma realización de la sociedad política, como es ordenar la justicia legal y la justicia conmutativa en esa sociedad, y la afirmación del rol social que le atañe a los litigantes pasa por orientar la tarea profesional decididamente cada vez más hacia un ejercicio probo, y cuando el proceder profesional es realizado de tal manera, sin duda alguna que también es bueno.

Solamente desde una perspectiva profesional así comprendida es que resulta razonable que se imponga a los abogados asumir prejudicialmente un rol análogo al del juez, averiguando los hechos e investigando acerca de la norma aplicable al caso131, con lo cual se convierte auténticamente en el primer juez de la causa, y el abogado que no formula dicho examen de fundabilidad de la pretensión deontológicamente considerada, desde ya que dista mucho de ser vero abogado, pues en el mejor de los casos su praxis profesional es meramente la de ser un portavoz calificado de una determinada realidad histórico-existencial, que podrá o no merecer la calificación de pretensión jurídica en el auténtico sentido que ella debe tener.

La pretensión jurídica -y no meramente judicial o legal- tiene su asiento en la propia conformación de lo justo que ha sido dañado, y al no haber un examen previo de ello por parte del abogado, es un análisis que queda exclusivamente pospuesto para otra etapa histórica, con el albur posible de que ninguna aproximación con ello termine teniendo. Interin ha impuesto de un grandioso desgaste, que un buen análisis profesional habría evitado y con ello eludir igualmente la lesión a un segmento socio profesional. Es decir que sólo se puede terminar de reconocer la función social del abogado cuando se tiene antes integrado el concepto de que la realización de la justicia en el caso concreto, no puede ser obtenida mediante la sola decisión del juez que la ordena o de los abogados que la pretendan. La resolución judicial es fruto de una gestión alegatoria anterior, y mientras más honesta y honorable sea la...

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