El estado actual de la abogacía
Autor | Armando S. Andruet |
Cargo del Autor | Doctor en Derecho y Profesor Titular de Filosofía del Derecho , Universidad Católica de Córdoba Alveroni Ediciones, 2001 |
Una primera razón que en nuestra opinión se puede apuntar para un descrédito tan marcado en nuestro tiempo en la profesión de abogado, es el advertir que de una manera cotidiana la gente, entendiendo por tal aquel grupo social que no es operador jurídico, pero sí es consumidor del mencionado servicio217, procede a efectuar una suerte de identificación del abogado que atiende la causa con el mismísimo cliente que en cualquiera de las formas previstas pueda estar siendo atendido y reclama de tales servicios profesionales.
De esta construcción resulta una tesis que no sólo es incierta si es contrastada con la realidad profesional, sino que también en el fondo es indigna, tanto para quien profesa la abogacía como también, y posiblemente en mayor grado, para aquel que ha solicitado la defensa y/o asistencia profesional concreta. Como se podrá advertir, la cuestión se encuentra rayana propiamente a la misma consideración y aplicación que del principio de inocencia societariamente se efectúa, pues si el señalado apotegma fuera y funcionara operativamente como debiera ser, y la sociedad política consecuentemente así lo internalizara, jamás se podría hacer una afirmación de identidad como la indicada por nuestro epígrafe, puesto que el endilgar a un abogado, ser casi tan poco serio como parece serlo su cliente, es que en definitiva de lo que se descree es de la honestidad de dicho individuo, más allá que luego resulte ser o no ser, culpable o responsable.
Consecuentemente, en una sociedad donde el principio de inocencia no aparece robusto, sino frágil y bamboleante a cualquier viento, no es de extrañar que también se prejuzgue, con el criterio señalado, al abogado que asume la defensa de intereses de individuos que socialmente merecen reproche. Aunque parezca claro queremos insistir no en que la profesión deba ser cumplida de una manera desaprensiva, cuestión que obviamente no se condice con el mismo carácter de orden público que a la misma se ha atribuido218, pero que tampoco, pues, se caiga en una posición que se encuentra en las antípodas de dicha observación, donde el a priori de inocencia no existe, y por lo cual el non santo lo es antes del juzgamiento, y por estricto carácter transitivo también lo es su letrado.
Obviamente se encuentra inserto en este desarrollo el no menor tema de la asunción, por parte del profesional abogado, de defensas de aquellos delitos que a priori entrañan comportamientos sociales de los que deviene inmediatamente una condena popular muy severa; no dudamos por caso que se incorporarían entre ellos aquellos ilícitos que denotan una conducta aberrante por indigna219, pues tal necesidad que el profesional debe asumir, corresponde señalarlo, no encuentra su asiento en la mera construcción positiva liberal del nombrado principio de inocencia al que nos hemos referido, sino que su auténtica ratio se infiere de una consideración de absoluta raigambre antropológica y teológica, que reconoce en la naturaleza humana la intrínseca posibilidad de errar, como también, a la vez, el poder luego convertirse220.
De allí entonces que tal principio, mucho antes de las construcciones decimonónicas que se atribuyen ciertas paternidades al respecto, ya había sido largamente explicitado por el propio Doctor Angélico, al señalar que "[...] donde no aparecen manifiestos indicios de la malicia de alguno, debemos tenerle por bueno, interpretando en el mejor sentido lo que es dudoso"221.
Obvio es que el dubium iuris aparece como un importante filtro por el cual se cuelan aquellas situaciones que manifiestamente aparecen como injustas y por las que la razón de denegación del asunto por el letrado se muestra como largamente justificada222. Debe en consecuencia quedar claramente puntualizado, en igual sentido, que no debe existir tampoco imposición para el letrado de asumir ciertas y determinadas defensas, toda vez que está presupuesta en su actividad la más absoluta libertad moral para aceptar, dirigir y atender los asuntos que a él son presentados223; la función profesional para ser propiamente dicho opus, y no otro, presupone dicha libertad en la decisión, y es en verdad esencia infusa de la abogacía; ella, pues, no es pensable siquiera cuando existe una relación de dependencia del abogado para con su cliente, y en tales oportunidades el asistido es el empleador de un servicio y el abogado el factor, que con una cierta cuota de autonomía cumple la tarea abogadil. Lo que allí está claro es que no se ejercita en plenitud la función propia de un abogado.
Sin lugar a dudas que en esta consideración incorporamos, por lógica consecuencia, ciertos modos del ejercicio profesional contemporáneo que intrínsecamente denostan a la propia profesión de abogado, pero ciertamente que también aparecen como impuestos por la realidad de los giros sociales y económicos que en la contemporaneidad son requeridos, como son los llamados abogados de empresas en sentido lato. Allí también correspondería incorporar a todos aquellos otros que prestan servicios profesionales con grado de dependencia, bajo la supervisión efectiva o tácita de un superior jerárquico, quien en último término decide qué argumentos utilizar, cuál estrategia desarrollar y qué defensa presentar ante los asuntos en los cuales se interviene224; a ellos nombramos como abogados residentes225.
Acorde con lo que hemos podido ilustrarnos a este respecto, nos parece importante señalar al menos dos cuestiones entre las cuales pivotea nuestra apreciación. Por una parte, el mencionado abogado, dependiente empresarial o estadual indistintamente, por requisito y exigencia propia, es quien debe compartir los intereses corporativos del ámbito empresarial o estadual en el que se encuentre, y aunque ello no sea compartido en conciencia por el letrado, profesionalmente así habrá de funcionar, con lo cual ha perdido el mismo su propio estado de conciencia moral y también profesional para el asesoramiento o litis. Es decir, y esto sin eufemismos de ningún tipo, el abogado de empresa deberá combinar adecuadamente las causas judiciales con las políticas corporativas de donde presta servicio, aunque la clave del servicio profesional esté en servir con mejor crédito a la corporación, cuestión ella que intrínsecamente no está mal tampoco, siempre y cuando, para el caso de contradicción con su propia conciencia respecto a modos, implementaciones o defensas, la primacía esté en la visión profesional y no en la que corporativamente resulta impuesta.
De todas maneras, y volviendo de cerca a la cuestión que formuláramos más arriba, podemos agregar que no todos los clientes son los mejores clientes, pero ello no autoriza a que el mismo pueda ser tratado con algún descuido o descaro, y tampoco lo autoriza a éste a pretender trasladar al profesional su propia y espiritual estimativa de lo que en su realidad existencial acontece.
Con suma atención hemos estudiado esta actitud de identificación abogado-cliente, y en ella encontramos que existen diferentes momentos de auténticas transferencias que son ejecutadas y posiblemente con más elementos inconscientes que conscientes. Por una parte, e inicialmente, creemos que dicha transferencia226 es realizada por el cliente al profesional al explicar y presentar el caso concreto al letrado, en cuyo momento el cliente siente una liberación psicológica al menos de su pesar y/o preocupación, puesto que la ha cargado en el haber del abogado, quien desde ese momento en adelante asume una suerte de rol de depositario del malestar ajeno, lo que luego es ampliado y generalizado al espectro social en su conjunto, y con ello se solidifica y entifica la identificación a la que nos hemos referido más adelante, como es que todo aquel que defiende o atiende malas personas también lo es.
Acorde con nuestra explicación, el individuo que efectúa tal equiparación, aunque no sea ello acabadamente racional, concluye que el abogado desde que es tal debe asumir el malestar y preocupación del mismo cliente como una cuestión personal227, y nadie en absoluta conciencia podría internalizar debidamente ello si a la vez no participa de un temperamento semejante. De todos modos, sin perjuicio de que la explicación que nosotros hemos expuesto y elaborado tenga como supuesta etiología de la equiparación un dato de la psicología, reconocemos que es absolutamente endeble en cuanto a su verificabilidad; por ello, pues, que el abogado y el cliente sean equiparados no es sino la muestra evidente del descrédito imperante en la abogacía.
Otra causa que puede ser anotada en un similar espíritu se origina en que la sociedad, en términos generales, y posiblemente por la misma asociación errada que ha sido puntualizada más arriba, advierte en los abogados no otra cosa que auténticos generadores permanentes de pleitos.
Ciertamente que nadie puede ignorar que existen profesiones que son juzgadas socialmente con mayor benevolencia que la abogacía; es decir que algunas de ellas gozan de un crédito a priori absoluto de ser bondadosas integralmente. La profesión de abogado, por el contrario, no puede tener ese mismo criterio generalizado porque está supuesto que existen intereses personales en pugna que son atendidos por los abogados y que, como tal, generan corrientes de simpatías o antipatías respectivamente. En el pleito razonablemente cada una de las partes piensa tener una cuota de razón en sus dichos, salvo que exista decidida mala fe, y por tal motivo habrá...
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