Introducción

AutorPablo Martín Perot
Páginas9-32

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1.1. Entre el Derecho internacional y el Estado de Derecho

El siglo XX ha sido el siglo en el que tanto los derechos humanos como sus violaciones masivas y sistemáticas se tornaron verdaderamente universales. A más de 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la expansión sin precedentes del reconocimiento internacional de derechos no parece haber sido acompañada de una expansión semejante de su efectividad práctica. Aunque se acepte que tal expansión constituye un indudable avance de la humanidad, parece difícil negar que las expectativas generadas por el reconocimiento universal y múltiple de los derechos humanos en la esfera internacional están muy lejos de ser colmadas ante las circunstancias actuales. Sin embargo, extraer como única conclusión de la experiencia del siglo pasado que simplemente hay que bregar por hacer efectivos los derechos universal-mente reconocidos sería una gruesa ingenuidad que ocultaría los arduos desafíos que deben superarse para que exista una mayor correspondencia entre las exigencias normativas y la realidad.

Uno de los desafíos más importantes para lograr una mayor eficacia de las exigencias normativas es

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determinar qué rol debe desempeñar el castigo en la protección de los derechos humanos. Aunque el rechazo unánime que suscitan genocidios, crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad viene acompañado de la idea de que el castigo de los responsables de esos crímenes es la mejor forma de evitar su repetición y proteger los derechos humanos; no existe, sin embargo, un consenso similar acerca de la justicia de los castigos que en concreto se han aplicado a las violaciones más graves de los derechos humanos que se han sucedido a lo largo de la historia. La idea de que el castigo debería ser un acto de justicia, y no la continuación de las hostilidades inspirada por la venganza y bajo una forma sólo en apariencia jurídica –que fuera expresada por Hans Kelsen en referencia a los juicios de Nuremberg– enuncia en forma sintética la intuición de la que generalmente parten las críticas a la administración de castigos para violaciones masivas a los derechos humanos1.

Una forma de comenzar a entender por qué existe tanta distancia entre la intuición general a favor del castigo de tales violaciones y los serios reparos que provocan sus concretas aplicaciones, consiste en advertir que para superar esos reparos resulta necesario adoptar alguna posición en el problema filosófico general de la justificación moral del castigo. Eduardo Rabossi considera que si bien la cuestión general se ha planteado en muy variadas formas y contextos, puede señalarse una motivación común que tiende a ver en la práctica del castigo una fuente de dificultades. Matar intencionalmente a alguien, privarlo de su

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libertad, quitarle algo que le es preciado, hacerlo sufrir física o psíquicamente son acciones que merecen, en situaciones comunes, un reproche moral. La pérdida de la vida, de la libertad, de bienes materiales y el sufrimiento son males y, por lo tanto, no debe admitirse que puedan ser sufridos por alguna persona como consecuencia de un acto consiente de alguna otra. Ahora bien, cuando se describe la acción de una persona como un castigo, parte de lo que se quiere decir es precisamente que inflinge alguno de esos males a otra. Es decir, que se la priva de su vida, de su libertad, de sus bienes, o que se la hace sufrir. Si alguien realiza una ofensa y si castigarlo implica infligirle un mal, entonces parece irrazonable provocar un mal por el simple hecho de que otro mal ha tenido efecto. Como suele decirse, no se entiende fácilmente por qué sería tan peculiar la aritmética moral que la suma de un mal más otro tendría como resultado algo bueno y no, simplemente, dos males. En otras pala-bras: ¿por qué resulta moralmente preferible un mundo donde a una ofensa le sigue un castigo, que uno en el que sólo se presenta la ofensa? Intuitivamente nos inclinamos a preferir el primer tipo de mundo, pero si pretendemos mantener tal preferencia de forma racional debemos ofrecer una justificación moral del castigo2.

Este problema que ha ocupado a la filosofía desde sus orígenes no parece que pueda resolverse de una forma lo suficientemente sencilla que permita dar cuenta del acuerdo inicial que existiría en torno al castigo de graves violaciones a los derechos humanos. Dado que parece razonable que alguien sea castigado a la pena de prisión, por ejemplo, por haber

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participado de forma decisiva en el exterminio de una comunidad entera; podría pensarse que la dificultad filosófica disminuye o se desvanece cuando la cues-tión se plantea respecto de ofensas que constituyen graves violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, apelar sólo a las fuertes intuiciones morales acerca de la justicia de aplicar un castigo en esos casos extremadamente graves no puede considerarse como una respuesta satisfactoria al problema. Por el contrario, dichas intuiciones constituyen precisamente su punto de partida: se puede estar seguro de que es justo castigar a quienes cometen delitos de lesa humanidad, genocidios y crímenes de guerra; pero mientras no se puedan explicitar las razones que justifican esa seguridad, entonces no se dispondrá de ninguna respuesta satisfactoria a la pregunta de por qué está justificado su castigo. En definitiva, lo único que parece disminuir en esos casos graves es la necesidad de buscar un fundamento del castigo; pero no disminuye la dificultad para encontrar una justificación que sea capaz de abarcar el conjunto de fuertes intuiciones que normalmente se reconocen a su favor.

El punto de partida más natural para justificar el castigo de graves violaciones a los derechos humanos consiste en apelar al gran valor que se otorga a tales derechos. John Rawls sugiere, por ejemplo, que los derechos humanos constituyen una parte esencial de los postulados de su concepción de la justicia como equidad cuando ella se aplica a las relaciones internacionales. Lo que el autor denomina Derecho de gentes estaría constituido por ciertos principios básicos de justicia que pueblos bien ordenados, libres e independientes estarían dispuestos a reconocer como un estatuto de asociación para go-

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bernar su conducta3. Lo que Rawls entiende por derechos humanos no depende de ninguna doctrina moral comprehensiva o concepción filosófica de la naturaleza humana; sino que sólo expresarían un patrón mínimo de instituciones políticas bien ordenadas. Esas instituciones deben reconocer por lo menos los siguientes derechos básicos: el derecho a la vida y a la seguridad, el derecho a la propiedad personal y a un debido proceso legal, el derecho a la libertad de conciencia, de asociación y el derecho a emigrar. Cualquier violación sistemática de tales derechos es una falta grave que afecta a la sociedad de los pueblos todos. Así entendidos los derechos humanos cumplirían, a criterio de Rawls, tres funciones: 1) son una condición necesaria de la legitimidad de cualquier régimen y de su orden jurídico, 2) resultan suficientes para excluir la justificada intervención de otros pueblos mediante sanciones económicas o militares, y 3) fijan un límite moral al pluralismo entre los pueblos4. Por tales razones:

...el único fundamento legítimo del derecho a la guerra contra los regímenes proscritos es la defensa de la sociedad de los pueblos bien ordenados

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y, en casos graves, de las personas inocentes y de sus derechos humanos frente a aquellos regímenes. Esto corresponde a la idea de Kant según la cual nuestro primer deber político es abandonar el estado de naturaleza y someternos todos al imperio de un derecho razonable y justo5.

Si bien su exposición no se dirige explícitamente a justificar el ejercicio de poder punitivo a nivel inter-nacional, por las funciones que atribuye a los derechos humanos pareciera por lo menos admitir esa posibilidad. Kai Ambos, en cambio, explícitamente asigna esa función a los derechos humanos. Sostiene que el poder punitivo supranacional, que presupone un Derecho internacional penal, puede fundarse por referencia a los derechos humanos interculturales. Según ese autor, la impunidad en el ámbito internacional de violaciones a los derechos humanos constituye el nexo entre los derechos humanos y el Derecho penal internacional. El objetivo de ese Derecho es acabar con la impunidad y remitir a los autores de esas graves violaciones a la persecución penal supranacional. La protección de los ciudadanos de la república universal autorizaría la utilización, de ser necesario, del Derecho penal mundial. Para dicho autor, por lo tanto, la dignidad humana debe ser el punto de partida inconmovible de todo sistema de Derecho penal: "...Entonces, no se puede poner más en duda que el Estado y la comunidad internacional están llamados forzosamente a proteger esa dignidad humana con el derecho penal"6.

Posiciones como la descripta parecerían presuponer la adopción una concepción preventiva en torno

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al problema filosófico general de la justificación del castigo, para las cuales el castigo sólo puede justificarse cuando se toman en cuenta las consecuencias valiosas que su aplicación puede llegar a producir (e.g., en el caso de posiciones como la de Ambos, la protección de los derechos humanos y la dignidad humana). Para Alf Ross este tipo de concepciones sólo pueden entenderse como una respuesta admisible a un aspecto del problema general que consiste en la justificación de las normas penales o de la amenaza del castigo, es decir, de qué clase de actos son considerados merecedores de una especie de pena determinada. Sin embargo, de acuerdo con Ross, para que una propuesta pueda considerarse una respuesta admisible a ese problema más específico debe satisfacer ciertas condiciones. No sería suficiente apelar al valor que se otorga a la...

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