Doce reglas para vivir, un antídoto al caos: 'Antes de criticar a alguien, asegurate de tener tu vida en perfecto orden'

12 reglas para la vida

Un problema religioso

No parece razonable describir al joven que en 2012 disparó a veinte niños y seis trabajadores de la escuela primaria Sandy Hook de Newton, en Connecticut, como una persona religiosa. Lo mismo cabe decir de los asesinos del instituto de Columbine (1999) y del autor de la masacre del cine de Colorado (2012). No obstante, todos estos individuos sanguinarios tenían un problema con la realidad y lo sentían con una profunda intensidad religiosa. Tal y como uno de los miembros del dúo de Columbine escribió:

No merece la pena luchar por la raza humana, solo merece la muerte. Hay que devolver la Tierra a los animales, que la merecen infinitamente más que nosotros. Ya nada significa nada.

Las personas que piensan de este modo tienen una visión del mismo Ser como algo injusto, cruel y corrupto, y del Ser humano en particular como objeto de desprecio. Se designan a sí mismos jueces supremos de la realidad y la condenan como algo defectuoso. Son los críticos definitivos. Así siguen las palabras llenas de cinismo del individuo antes citado:

Si te pones a pensar en la historia, los nazis propusieron una «so- lución final» al problema judío: matarlos a todos. Bueno, por si todavía no lo has captado, yo digo: «HAY QUE MATAR A LA HUMANIDAD». Nadie tendría que quedar vivo.

Para este tipo de sujetos, el mundo de la experiencia es insuficiente y perverso, así que todo puede irse al infierno.

"12 reglas para vivir", de Jordan B. Peterson (Booket, $6500)

¿Pero qué ocurre cuando alguien llega a pensar de esta forma? Una gran obra alemana, el Fausto de Johann Wolfgang von Goethe , se ocupa de este tema. El personaje principal, un estudioso llamado Heinrich Faust, vende su alma inmortal al diablo, Mefistófeles. A cambio, recibe todo lo que desee mientras aún esté en la Tierra. En la obra de Goethe, Mefistófeles aparece como el eterno adversario del Ser. Este es su credo fundamental:

Soy el espíritu que siempre niega,

y con razón, pues todo cuanto nace digno es de perecer;

por eso sería mejor que nada naciera.

Así pues, todo cuanto llamáis pecado

y destrucción, en resumen: el mal,

es mi elemento natural.

A Goethe este sentimiento de odio le parecía tan importante, tan indispensable para comprender el elemento central de la capacidad destructiva de un humano vengativo, que en la segunda parte de la obra, escrita muchos años después, hace repetir a Mefistófeles la misma idea con una formulación algo distinta.

Las personas piensan a menudo como Mefistófeles, si bien raramente ejecutan tales pensamientos con la brutalidad de los asesinos que llevaron a cabo las matanzas del colegio, el instituto o el cine antes mencionados. Cada vez que sufrimos la injusticia —ya sea real o imaginada—, cada vez que nos enfrentamos a una tragedia o somos víctimas de las maquinaciones de otros, cada vez que sentimos el horror y el dolor de nuestras limitaciones aparentemente arbitrarias, surge de entre las tinieblas la vil tentación de cuestionar el Ser y maldecirlo. ¿Por qué tienen que sufrir tanto las personas inocentes? Y en todo caso, ¿qué clase de planeta sangriento y horrible es este?

En verdad la vida es muy dura. Todo el mundo está destinado al dolor y programado para la destrucción. En ocasiones el sufrimiento es un claro resultado de un error personal como la ceguera deliberada, las malas decisiones o la crueldad. En tales casos, cuando parece que se trata de un castigo que alguien se inflige a sí mismo, puede incluso resultar justo. Se puede pensar que a la gente le acaba correspondiendo lo que se merece, lo cual, de todas formas, incluso cuando es cierto, tampoco proporciona mucho consuelo. A veces, si el que sufre modificara su comporta- miento, su vida se desarrollaría de forma menos trágica. Pero la capacidad de control de los humanos es limitada y todos tende- mos a la desesperación, a la enfermedad, a la vejez y a la muerte. En resumidas cuentas, no parece que seamos los arquitectos de nuestra propia fragilidad. Entonces, ¿de quién es la culpa?

Las personas que están muy enfermas (o, peor todavía, que tienen un hijo enfermo) inevitablemente acabarán por hacerse esta pregunta, sean creyentes o no. Lo mismo le pasará a alguien que se vea atrapado en algún tipo de enorme engranaje burocrático, en una inspección de Hacienda o en un pleito o un divorcio interminable. Y no son solo los que sufren de forma más manifiesta los que se sienten atormentados por la necesidad de culpar a alguien o a algo por el intolerable estado en el que se encuentra su Ser. Así, por ejemplo, en el punto álgido de su fama, su influencia y su fuerza creativa, el propio Lev Tolstói, con toda su grandeza, comenzó a cuestionar el valor de la existencia humana. Razonaba así el escritor ruso:

Mi posición era terrible. Sabía que no encontraría nada por la vía del conocimiento racional, salvo la negación de la vida, mientras que en la fe no encontraría nada salvo la negación de la razón, que era aún menos plausible que la negación de la vida. De acuerdo con el conocimiento racional, la existencia es un mal, y las personas lo saben; de ellas depende no vivir; y aun así han vivido, viven, y yo mismo vivo, aunque hace tiempo que sé que la vida no tiene sentido y es un mal.

Por mucho que lo intentó, Tolstói tan solo pudo identificar cuatro formas de escapar de este tipo de pensamientos. La primera consistía en refugiarse en la ignorancia infantil y obviar el problema. Otra, en entregarse al placer más frívolo. La tercera era «continuar arrastrando una vida que es cruel y absurda, sabiendo de antemano que nada puede surgir de ella». Esta particular forma de escape la identificó con la debilidad: «Las personas en esta categoría saben que la muerte es mejor que la vida, pero no poseen la fuerza para actuar racionalmente y poner fin al engaño rápidamente con el suicidio».

Solo la cuarta y última forma de escape requería «fuerza y energía. Consistía en destruir la vida, al haberse dado cuenta de que la vida es cruel y absurda». Tolstói seguía así inexorablemente su planteamiento:

Solo actúan así...

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