La vida del obsesivo digital no tiene descanso

El día comienza con un TOC, para el sufrido obsesivo digital. Afuera amanece, pero poco importa si más allá de la ventana se ve un bonito paisaje suburbano, el imponente escenario de la ciudad o un pulmón de manzana. Abre un ojo y lo primero que hace es manotear el celular, que está (obvio) sobre la mesa de luz, para ver si hay notificaciones de correo, de WhatsApp o los globitos flotantes del mensajero de Facebook.

Si consigue llegar a la ducha sin tropezarse con nada , ese trámite, otrora tan placentero, se vuelve, gracias a la diabólica miniatura inteligente, una carrera contra el tiempo. Porque oye que caen más mensajes, pero no podrá leerlos hasta que salga del agua. Pocas cosas le resultan más odiosas que esa lucecita del teléfono, que, con diferentes colores, pestañea para indicar que nos hablaron por Telegram o que le dieron Me gusta a una de nuestras fotos en Instagram. Esos coloridos parpadeos lo distraen durante el desayuno o las reuniones de trabajo. Al final, lo pone pantalla abajo. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Llegado a la oficina, arrancan nuevos calvarios. Depende de cada uno. Está el que no va a dejar ni un sólo mail sin leer o el que encuentran inaceptable que los íconos del Escritorio se encuentren desalineados. El usuario veterano, que tuvo que lidiar con computadoras que tenían un mega de memoria (6000 veces menos que ahora), cierra cada programa y cada pestaña del navegador cuando termina de usarlos. Siempre. Observar el...

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