Vargas Llosa, o la vida hasta el último minuto

Al final esquivó el papelón tan temido. Temido por los otros, porque a él no parecía importarle demasiado. O lo disimulaba bien. O era tal el entusiasmo por la posibilidad artística nueva, lúdica, que tenía entre manos –un bendición de la vida a los 78 años– que el juicio del público, los dardos de la crítica que tan importantes y hasta decisivos hubieran sido en la juventud, todo eso quedó relegado a un anecdótico segundo plano.

Hace pocos días Mario Vargas Llosa, en calidad de actor con su vestuario, sus parlamentos aprendidos de memoria, sus ademanes y su gestualidad pautados para las candilejas, subió al escenario del Teatro Español de Madrid para protagonizar su propia pieza dramática: Los cuentos de la peste, inspirada en el Decamerón, de Boccaccio. A juzgar por la reseñas, el escritor salió bien parado del desafío, más allá de algún señalamiento sobre la duración de la obra y su impronta excesivamente literaria. Y todos coincidieron en que el Premio Nobel, actuando, disfruta en grande. "Quizás lo más representativo del ser humano es esa necesidad de salir de sí mismo y de ser otro. De tener no sólo la vida real que le tocó sino otras vidas, encarnar otros destinos", dijo Vargas Llosa a la prensa española antes del estreno. También recordó que la de dramaturgo era su vocación inicial, y que a eso se habría dedicado si en la Lima de los años 50, cuando él abordó la literatura, hubiera existido un movimiento teatral vivaz.

Pero el motor que activó su salto a las tablas no es de naturaleza estética sino vital. "Yo no quiero morirme en vida –confesó–. Siempre me ha entristecido mucho ver...

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