El último hombre en la Tierra

Se van sin lucha, entregados. Ascienden ingrávidos a un cielo prometido donde no hay pesar ni dolor. Ya son muchos los que se han marchado. Migran sin hacer ruido y nadie lo advierte. Tal vez ni siquiera ellos, los que viajan. Pero a mí no me engañan: uno los ve por ahí y los nota idos, ajenos, como si ya quisieran estar del todo en ese paraíso de ojos abiertos donde el espíritu, librado del peso del cuerpo, se emancipa de los anticuados límites de tiempo y espacio. Un día aquí no quedará nadie.La semana pasada me crucé en la calle con un viejo amigo y entramos a la Richmond a tomar un café. Nos ubicamos en una mesa apartada, sobre la que yo apoyé mi agenda y él, como si fuera un arma, el pequeño aparato lleno de teclas y botones que llevaba en la mano. Me estaba hablando de sus hijos cuando sonó un quejido.-Disculpame -dijo.Tomó el artefacto, leyó y empezó a teclear. Cuando terminó alzó la vista y preguntó:-¿Dónde estaba?Se olvidó de su familia y pasó a su trabajo, pero era poco lo que yo podía sacar en limpio porque el aparato lo reclamaba, con ruidos y zumbidos, cada uno o dos minutos.-Disculpame -repetía mi amigo.Por pudor, yo miraba para otro lado. Pero los intervalos eran cada vez más largos. Para aliviar la espera, empecé a hacer dibujitos en la agenda. Me preguntó por mis cosas y desgrané algunas novedades. El asentía con su cabeza, pero sus ojos iban y venían de los míos a su teléfono. No me escuchaba. Por fin estalló el bip .-Disculpame -dijo.Y ya no volvió. Dejé diez pesos sobre la mesa y salí a la calle.Hace unos días regresaba en auto a casa cuando divisé a un vecino que esperaba la combi frente al Sheraton. Toqué la bocina y me arrimé al cordón. Subió dando las gracias y empezamos a hablar de esas cosas de las que suelen hablar dos hombres que se conocen poco para eludir el silencio. Entonces sonó el adminículo que traía en la mano.-Disculpame -dijo-. Acabo de entrar en Twitter.Se tomó varios minutos para responder. Al rato, otro chillido.-Un mensaje de mi hijo -anunció.Después se disculpó de nuevo: quería ver si su tweet había tenido eco. Otro mensaje suyo. Otro chequeo. Un nuevo bip . Me dediqué a manejar sin abrir la boca mientras mi vecino se hundía en esa pantallita del tamaño de una carta de truco. De pronto, ya casi llegando, emitió un suspiro.-¿Todo bien? -dije, por cortesía.No respondió. Tuve que sacudirlo cuando detuve el auto frente a su casa. Me miró con ojos inexpresivos y esbozó una sonrisa vaga. Una parte suya ya no estaba...

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