Prueba ilícita en el proceso penal

AutorRita Mill de Pereyra
CargoProfesora Titular de Derecho Procesal Penal de la Facultad de Derecho de la UNNE. Juez de la Excma. Cámara Federal de Apelaciones de Corrientes. Ex Juez de la Excma. Cámara del Crimen Nº 1 de la Provincia de Corrientes. Ex Defensora de Cámara de la Provincia de Corrientes.

La pérdida de valores morales debilita la democracia. Una democracia sin valores, se convierte con facilidad en un totalitarismo no visible. (Juan Pablo II)

Introducción

Es por todos conocido que la Constitución Argentina de 1853 nace imbuida de los principios neoliberales rectores de las revoluciones francesa y norteamericana que dieran base a la aparición del Estado moderno, que es casi como decir del Estado de Derecho.

La separación de los poderes del Estado, la necesidad de su sustento en el consenso de la mayoría, el contralor y límite al ejercicio de sus facultades y el reconocimiento de esenciales derechos individuales aparecen delineando un modelo que quería distanciarse nítidamente del modelo autoritario, que en el ámbito que nos ocupa se había caracterizado por procedimientos penales que evidenciaban total menosprecio por la dignidad del hombre que es sujeto de la persecución estatal. Conscientes los constituyentes de que el sistema penal y sus formas de realización son siempre el flanco vulnerable donde hacen pie los regímenes autoritarios, se encargaron de delinear un esquema de enjuiciamiento, inspirado en el sistema anglosajón a través de los arts. 18, 19 y 24 de la Constitución Nacional. Lamentablemente tan excepcional consagración en el texto constitucional no encontró su correlato legislativo.

En efecto, los legisladores nacionales en uso de las facultades conferidas por el art. 67, inc. 11, hoy 75, inc. 12, de la Constitución Nacional, sancionaron en 1888 un Código de Procedimiento Penal de corte netamente inquisitivo, que con ligeras variantes fue adoptado por todas las provincias argentinas.

Agregado a ello cabe acotar que la Corte Suprema, en su carácter de último intérprete del espíritu de la Constitución, no fue muy feliz en la creación de su jurisprudencia; por el contrario, siempre se advirtió su tendencia a tornar abstractas las garantías individuales que tan nítidamente aparecen plasmadas en nuestra carta magna y también en las constituciones provinciales.

En 1939, la provincia de Córdoba da el puntapié inicial en lo que significaría una aproximación a la voluntad del constituyente con la puesta en marcha de un procedimiento penal que por lo menos en su fase esencial, el juicio plenario, receptaba principios básicos del sistema acusatorio. En la misma línea de transformación legislativa continuaron muy lentamente otras provincias, y en 1992 lo hizo la Nación con la puesta en vigencia del Código que consagra el juicio oral. Encolumnados en un sistema nítidamente acusatorio se sancionan en los últimos años los códigos de Córdoba, Tucumán, Buenos Aires y Chaco. No se ha cumplido aún el mandato constitucional del juicio por jurado (se advierte cierta aproximación en el de Córdoba), pero sí se ha conseguido ir abriendo un fecundo camino jurisprudencial en la interpretación de los arts. 18 y 19 de la Constitución Nacional, con lo que se está finalmente logrando hacer operativas las garantías que sabiamente nos fueran impuestas hace casi un siglo y medio.

A través de este trabajo se analizará en qué medida nuestro proceso penal, en el cumplimiento de sus objetivos o finalidades últimas, consigue compatibilizarlos con las diversas garantías individuales que se derivan del texto constitucional.

Se obviará el tratamiento de novedosos principios que aparecen en la doctrina y jurisprudencia alemana, entre otros, el de proporcionalidad, al que se hará breve referencia, por considerar que excedería en mucho, por su profundidad y graves implicancias, el objetivo aquí propuesto.

Finalmente se verá de qué forma puede hacerse operativa la regla de la exclusión de la prueba ilícita en el proceso penal en los códigos que no contemplan la posibilidad de manera expresa, cosa que sí prevén las últimas legislaciones sancionadas para las provincias de Tucumán, Buenos Aires y Chaco, como así también los proyectos de nuevos códigos procesales penales para la Nación y para las provincias de Mendoza, Santa Fe y Entre Ríos.

Verdad real y verdad formal

Sabido es que el fin inmediato del proceso penal es la búsqueda de la verdad real, porque a través de ella se logra desincriminar al inocente o aplicar condigna sanción al delincuente, y de esta forma restablecer siquiera formalmente el orden público quebrantado por el delito y dar satisfacción personal a quien resultara víctima de aquél.

Tradicionalmente, quienes enseñamos derecho procesal penal hemos tratado de hacer comprender a los alumnos el alcance del principio de la verdad real oponiéndolo en forma absoluta al de verdad formal, como propio del proceso civil, en el que —se repetía sistemáticamente— el juez ve constreñida su decisión al marco delineado por las partes en su quehacer probatorio.

Hoy advertimos que tal afirmación dista mucho de ser absoluta y que la oposición tan sostenida ha perdido vigencia a la luz de los nuevos conceptos que se van perfilando en la ciencia procesal.

Partiendo de la base de que verdad es la "conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente" (Diccionario de la Real Academia Española, XXI edición), debemos concluir que en el plano que nos ocupa verdad es la conformidad entre las diversas circunstancias que rodearon a un acontecimiento histórico humano y el conocimiento o reproducción que del mismo hace la mente del juzgador, conocimiento al que llega por medio de hechos producidos delante de él en el presente (pruebas) y que le permiten inferir o deducir lo ocurrido en el pasado con máxima aproximación.

A partir de esta afirmación resulta bastante difícil seguir sosteniendo que existen diferentes clases de "verdad" según que quien pretenda encontrarla sea un juez civil o un juez penal.

No se nos escapa que la naturaleza propia de los intereses en juego en los distintos procesos es determinante al momento de tratar el tema.

De todas formas se advierte que hoy ni el proceso civil adhiere plenamente al criterio de "verdad formal" ni el penal al de "verdad sustancial o material".

No podemos obviar en tal sentido la referencia a pautas legislativas, doctrinarias y jurisprudenciales. Véase el caso de las medidas para mejor proveer, la teoría de las cargas probatorias dinámicas o el criterio sentado en el "leading case" Domingo Colalillo v. Compañía de Seguros España y Río de la Plata (CSJN, Fallos: 238:551): "La condición necesaria de que las circunstancias de hecho sean objeto de comprobación ante los jueces, no excusa la indiferencia de éstos respecto de su objetiva verdad. Si bien es cierto que para juzgar un hecho no cabe prescindir de la comprobación de su existencia, que en materia civil incumbe a los interesados, y que esa prueba está sujeta a limitaciones, en cuanto a su forma y tiempo, también lo es que el proceso civil no puede ser conducido en términos estrictamente formales. A tal efecto la ley acuerda a los jueces la facultad de disponer las medidas necesarias para esclarecer los hechos debatidos, y tal facultad no puede ser renunciada cuando su eficacia para determinar la verdad sea indudable […] porque la renuncia consciente a la verdad es incompatible con el servicio de la justicia".

Por su parte, en el proceso penal se está perfilando cada vez más nítidamente la actividad jurisdiccional desplegada para la consecución de una verdad más formal determinada por el respeto de las consignas garantistas orientadoras de una filosofía política que concibe al Estado sustentado sobre el reconocimiento de los derechos fundamentales de sus miembros individuales1.

El proceso penal

Cuando el Estado expropia al particular el poder de persecución penal y asume la responsabilidad de recomponer el orden jurídico quebrantado por la comisión de un ilícito y sostener la paz social necesaria para el desarrollo de cualquier comunidad civilizada, organiza una justicia penal acorde con los principios filosóficos y políticos vigentes al momento.

No puede resultar extraño en consecuencia la receptación de premisas tales como que en el proceso penal todo se puede probar y por cualquier medio, como tampoco la concepción de determinados métodos de valoración de la prueba obtenida, que no se compadecen con principios racionales básicos.

Y así, en el afán de garantizar la defensa social, el juez penal fue dotado de poderes casi irrestrictos, y lo que es más grave aún, éstos fueron delegados en la policía, la que se arrogó algunas veces la facultad de ejercerlos todavía con mayor extensión.

Es pues con el despliegue de ese poder casi ilimitado como se pretendió siempre la búsqueda de la verdad sustancial o material, más allá de ciertas barreras que aunque plasmadas en textos constitucionales o legislativos no tenían trascendencia en la práctica diaria.

En efecto, el éxito o el fracaso de una investigación estaban medidos en función de la aplicación o no de una condena a quien fue sindicado como autor de un ilícito, con prescindencia de los métodos o sistemas utilizados para la búsqueda de la verdad.

Hoy, cada vez se nos hace más patente que esa búsqueda o investigación que pretende reconstruir el acontecimiento histórico hipotetizado como delito no puede ser hecha a cualquier costo: aquí el fin no justifica el uso de cualquier medio y en definitiva la verdad a la que se arribe deberá ser una verdad procesalmente válida.

Esta afirmación nos pone frente a lo que se ha dado en llamar el modelo garantista penal, que fuera magistralmente expuesto por Luigi Ferrajoli2.

Cabe concluir pues, que la búsqueda de la verdad histórica como objetivo del proceso penal, debe...

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