Música de bodas y funerales

Milos me hace escuchar un viejo disco de Goran Bregovic. Son la hondura de su lamento funerario y el estrépito de su vehemencia gitana los que me devuelven a una mañana de sábado del invierno de 1996. Hay un hombre acongojado junto al foso donde otro hombre reposará para siempre. Es un hombre despidiendo a su padre, en silencio. El silencio es profundo y también la tristeza, pero no hay gravedad en los rostros, apenas la fatiga y el desconsuelo que provocan las primeras señales del adiós inminente. En los semblantes demacrados por la luz de la mañana y el insomnio, junto al dolor se insinúa un destello de la dicha, la serenidad que provoca saber que el hombre que ha partido no ha dejado casi sueños sin cumplir.

Miro la escena con el placer secreto que desde mi niñez me producen los cementerios. Ese hechizo ocurrió por primera vez cuando tenía unos 9 años. Todavía recuerdo la fuerte impresión que en ese entonces provocó en mí la descripción que hace Charles Dickens en Oliver Twist. El disfrute se mezcla siempre con una dosis de inquietud y un dejo de melancolía. En los días de la infancia, esa fascinación era consecuencia apenas del miedo que traía la vívida descripción de ese ambiente tenebroso; con el paso de los años, ese escalofrío fue transformándose en sensaciones más sutiles y trayendo aquellas preguntas que vienen perturbando el ánimo de los hombres desde que éstos se interrogan sobre la soledad, la memoria y el olvido, el sentido de la vida y el de la muerte.

Unos metros más allá, dos mujeres de gesto apesadumbrado y anteojos oscuros aprietan en sus puños un manojo de flores y las cuentas de un rosario antiquísimo. Murmuran oraciones al cielo para que alguien se apiade de sus difuntos y resguarde sus almas. Camino entre dos hileras de tumbas grises sin flores y, entrecerrando los ojos, con el oficio de un actor que fragua la biografía de una criatura cuya existencia montará luego sobre un escenario, sueño un pasado para cada uno de esos nombres extraños que nada me dicen, invento vidas imaginarias a esos muertos ajenos mientras observo en la piedra funeraria las fotografías ovaladas carcomidas por el sol.

En la quietud del camposanto, sobre el rumor de la escarcha matutina deshaciéndose bajo las suelas de los zapatos, se escuchan de pronto un crujido de cristales y el ruido seco que produce una botella que acaba de ser descorchada. Milos eleva su copa a un cielo de nubes espesas, se une en un brindis con sus familiares cercanos...

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