Memorias de Martina

Imagínenla en la penumbra del cuarto, cuando ya han menguado los aturdimientos del día, envuelta en el silencio de la noche cerrada, el rostro demacrado y apenas iluminado por la luz azulada de la pantalla, los ojos cansados, opacos, la mirada desolada que sucede a haberlo perdido todo, una vida a medias, sin propósito. Imagínenla cada noche recogiendo los restos de la cena, dejando presurosa la vajilla sucia en la cocina para lavarla a la mañana siguiente, dándose prisa a retirarse del mundo para entregarse a su ceremonia secreta, ajena a los últimos movimientos de la casa, huraña y pronto ya remota, inesperadamente hostil si alguien procura demorarla, retenerla en el mundo de los vivos, porque pese a las fatigas y al sentimiento de desamparo solamente el reencuentro con su hija muerta -y no es seguro- le permitirá conciliar el sueño ya de madrugada.

Imagínenla frente a la pantalla del ordenador, la espalda encorvada, vencida por el agotamiento y el desconsuelo, los ojos fijos en las imágenes de la beba y de la niña ya crecida -su hija-, la niña haciendo tonterías en los juegos de la plaza o con el rostro embadurnado de un resto de helado o chocolate, tal vez en la ceremonia de bautismo o en su primer día de clases, que no te toques el pelo que estuve una hora peinándote, la risa fresca e inocente de quien tiene el futuro por delante. Cientos de fotografías tomadas con la despreocupada felicidad de una madre que sabe (intuye) que cuando la niña sea una mujer ya no la tendrá consigo, no tan cerca, tal vez la voz apresurada al otro lado de la línea del teléfono, o a lo sumo una visita los fines de semana, pero cuál es el apuro, apenas hace una hora que llegaste y dejás ya a tu madre sola, y entonces el único modo de llenar ese vacío será acudir a la memoria familiar de las fotografías, escrutarlas una y otra vez con una media sonrisa de ternura, volver a escuchar las voces y a sentir los olores de esos instantes que jamás volverán, pepitas de oro en el océano del olvido.

Pero un día la madre siente una punzada en el corazón, algo le dice que ha ocurrido una tragedia. Su hija ha sido víctima de un accidente automovilístico, su hija ha muerto a los 11 años. Esa noche, quizá la siguiente, decide reencontrarse con la pequeña en esa ceremonia secreta delante de la computadora: roza la pantalla con las yemas de los dedos para hacerle una caricia, la besa en la frente, pronuncia su nombre en un susurro, Martina, habla con ella y...

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