La mancha de Cristina

Cristina empezaba a descifrar siluetas en la mancha de humedad que se extendía por casi toda la pared de su cuarto en Olivos. Usaba su cómoda silla de ruedas para desplazarse de un lado al otro de la incipiente obra de arte, a pesar de que los médicos ya la habían autorizado a caminar. Fue así como la silla se impuso a la férula. Quizá porque, desde abajo, las sombras se ven más largas haciendo crecer las fantasías.

Apoltronada entonces en su pequeño vehículo rodante, Cristina auscultaba la pared humedecida adivinando figuras, imaginando situaciones, como la niñita del cuento "La mancha de humedad", de Juana de Ibarbourou, cuya imaginación la llevaba a distinguir islas de corales, enanos y gigantes, duendes, rosas, ríos, cielos, y hasta el perfil de Barba Azul en los descascaramientos y filtraciones de su pieza.

Porque le apasiona la ficción, por el estrés de la partida o por la ansiedad anticipatoria frente a lo cronológicamente impostergable, las percepciones de Cristina en la mancha de humedad fueron por otro lado.

Primero, dudó de haber visto el suicidio de Alberto; después, tuvo la certeza de que lo mataron; más tarde, descubrió un complot contra ella: creyó divisar a un hombre volviendo de apuro y a otro intentando huir, y hasta sospechó de un crimen pasional. De pronto, identificó una casa de espías tomada por las llamas y ordenó apagar...

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