La gran Marilú Marini

Cada vez que actúa Marilú Marini es una fiesta. Un acontecimiento y una fiesta.Los amantes del teatro porteño suelen ser criaturas sufridas, de talante curioso y a la vez estoico. Se aventuran en salas precarias, trasnochan para llegar a funciones en horarios absurdos, soportan bodrios y adefesios sin desanimarse, porque saben que la promesa cumplida de una buena obra o una buena actuación (es la gloria si ambas confluyen en una misma noche), aunque sea una sola, alcanza para justificar cualquier penuria pasada.Dentro de esa comunidad, los seguidores deMarilú Marini integran casi una logia. "Reponen/estrenan X, con Marilú Marini", se corre la voz. ¿Que actúa sólo veinte minutos de las dos horas treinta que dura la obra? ¿Que es la protagonista, sí, pero el resto del elenco y la puesta son dudosos? No importa, con tal de verla a ella en escena. Antidiva, no despliega clisés para fruición de sus adoradores. Todo lo contrario: cada interpretación suya es una obra de arte efímero. Un objeto original, cargado de belleza y significado, ya sea que pulse la cuerda de la espectacularidad o la de la sobriedad minimalista. Entonces ocurre la epifanía. Cuando Marilú aparece, el espectador que seguía la representación con la placidez de quien observa algo hecho correctamente siente de pronto que todo lo que había visto hasta ese momento era chato, en blanco y negro. Marilú trae los colores con todos sus matices, el relieve, el volumen, la profundidad. Lo liviano y lo denso. Cuando Marilú actúa...

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