La felicidad es como la lluvia

Tenemos esta codiciosa obsesión por alcanzar la felicidad. Que es precisamente lo que nunca vamos a poder hacer con la felicidad, alcanzarla. En todo caso, ¿qué haríamos si la alcanzáramos? ¿Guardarla en una bonita pajarera para que no se vuelva a escapar? ¿O dejar que se vaya porque la gracia estaba en perseguirla?

Nos hemos cargado la felicidad al hombro como si fuera una bolsa de arena. Vaya ironía. En las épocas malas creemos que ser felices es una decisión y nos forzamos a sonreír ante el espejo. Nos dijeron que funciona. En las buenas, sentimos que la hemos ganado con nuestro esfuerzo. Pero la felicidad es como la lluvia. No pueden tocarte todas las gotas.

Transformamos ese estado -casi siempre elusivo- en una presa. Si somos dignos cazadores, seremos felices. Es decir, creemos que tenemos el control, esa droga que nubla la conciencia con alucinaciones que serían para desternillarse, si no fuera porque todos confiamos en que tenemos alguna clase de control.

Pero no, porque la felicidad ocurre justo antes de darnos cuenta de que somos felices. O cuando entendemos que lo hemos sido tal vez durante un instante. O esta misma mañana. O que estamos atravesando tiempos felices. O que, simplemente, el aire huele a tierra mojada, a primavera inminente, al perfume que alguien que amamos dejó a su paso.

A fuerza de anticiparla y reglamentarla, hemos terminado por romper la felicidad. Y luego la embalsamamos. Porque estábamos convencidos de que no podía haber nada mejor. Hasta que un día nos encontramos repitiendo en voz baja la desgarradora queja del Canto V de la Divina Comedia: Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria.

También nos hemos ocupado de ponerle un bozal a la furia y pintarle con rouge una sonrisa a la tristeza. Escondemos la angustia como si fuera un estigma, y si tendemos a ser melancólicos, entonces algo está mal con nosotros; tal vez puedan medicarnos. Queda tan mal enojarse mucho como reír en exceso. Eso sí, leemos a diario que la risa cura, aunque parece que no tanta risa.

Contenemos el llanto con el mismo ahínco con que atajamos la vehemencia. No sea cosa que el pusilánime nos señale con el dedo y cuchichee a...

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