El eterno retorno de los eclipses

Los eclipses me producen desconcierto, y no se debe sólo a su belleza ineludible. Cada vez que se acerca la ocasión de uno se escucha idéntica cantilena: el prodigio astral -la información es unánime- no volverá a repetirse sino dentro de muchos, muchos años, cuando los húmeros ya se nos hayan puesto a la mala. Contra todo, más pronto que tarde, un nuevo eclipse aparece en la bóveda del cielo para contradecir un poco ese deprimente recordatario de la finitud. El malentendido se debe seguramente a que los hay de distinta clase, solares y lunares, parciales o totales. También a que influye la posición geográfica. Los de la luna son ubicuos, pero los de sol dependen del lugar en que se encuentra el observador cuando la Tierra, su satélite y la estrella que domina el sistema ejecutan su exacta danza de alineaciones. La casualidad de los viajes, que me hicieron estar donde no debería, contribuyó a la confusión al elevar el promedio personal con un par de esos fenómenos.

La noche del domingo los principales observadores y comentaristas del supereclipse -promocionado casi como una estrella de orden hollywoodense- fueron mis compañeros de contemplación. Mis hijos se dispusieron a enfrentar detenidamente el cielo con la hipnosis que produce lo que se experimenta por primera vez. No estábamos solos. En las terrazas vecinas se escuchaba el rumor y movimiento fantasmal de otros curiosos, arrastrados por el mismo imán. El espectáculo merecía una banda sonora y opté por la pulsión de una vieja banda de rock pesado progresivo. Cuando el fulgor blanquecino comenzó a ser mordisqueado por su contraparte roja, hubo resistencia. Instalada en sus bolsas de dormir, como en un campamento improvisado, el ala juvenil reclamó música acorde con el momento. Con mejor gusto y mayor razonabilidad, optaron por las Variaciones Goldberg.

Con ese fondo -las piezas que Bach escribió para un hombre que no podía conciliar el sueño-, el avance del eclipse se puso a tono con la música de las esferas. Es un color marciano, definió para sí, pero en voz alta, el mayor. Se refería al resplandor que producía la refracción de luz en el cono de sombra creado por la Tierra. La luna está mucho más grande, aclaró su contraparte más infantil. Sugerí al pasar un simple efecto óptico, pero fui rápidamente contradicho: no, de verdad estaba ubicada a una distancia mucho más cercana a la habitual. Lo majestuoso de la visión dejó también lugar para una leve...

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