Un estruendo, un silencio interior y un recuerdo eterno

Desde el 17 de marzo de 1992 que tengo miedo. Miedo a que exploten bombas, a que se incendie algo, a que se caiga el avión en que viajo, a tener una enfermedad terminal. Miedo. Ese año, tenía siete, y tuve un retroceso: volví a dormir con mis papás, al medio de la cama. Además, empecé a esconderme en cualquier recoveco cada vez que escuchaba una sirena y a tener un solo tema de conversación: el atentando de la embajada de Israel. Pasaron 25 años, todavía hago terapia, y cuando entro en un lugar con mucha gente, me concentro en encontrar la salida. Siempre tengo que saber dónde está la salida.

Si alguien me hubiera avisado lo que iba a pasar esa tarde en el colegio, hubiera hecho como Leopoldo, que faltó porque se sentía mal. Estaba en el patio con el resto de mi grado. Teníamos que elegir el nombre de la banda roja. Estábamos sentados en ronda, en la parte nueva del Lenguas Vivas, alrededor los ventanales. Sin pensar demasiado en nada, me acerqué a donde estaba Delia, la maestra de educación física, para preguntarle qué le parecía "Terremoto" para nuestro equipo. El nombre operó como presagio, el piso empezó a temblar fuerte, los vidrios a caer como una lluvia cristalina, pero trizada. No escuché nada, dicen que el ruido inundó el aire y que se oyó a kilómetros de distancia. En mi mente hay sólo imágenes entrecortadas, pero sin sonido. Cerré los ojos. Pensé que no estaba pasando. Alguien me agarró de la mano y, cual ángel, me llevó a la puerta que daba al lobby del colegio. Ahí abrí los ojos, casi me caigo de la escalera. No entendía nada, veía chicos corriendo, gente gritando y sangre.

Seguí movida por la estampida que se había generado y vi en la puerta a mi prima, un año mayor que yo, tenía el cuello rojo y la estaban metiendo adentro de un taxi. Había gente bañada en sangre que...

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