El espía que se volvió escritor

Los especialistas en el tema suelen recordar que no hay una, sino tres profesiones más antiguas del mundo: a la que todos conocemos deben sumarse el chamanismo y el espionaje. Al parecer, el primer caso de espionaje que consta en actas fue propiciado por el faraón egipcio Tutmosis III un milenio y medio antes de Cristo, cuando introdujo como informantes, disimulados en bolsas de harina, a algunos de sus hombres en la ciudad que estaba sitiando. Esos fisgoneos se prolongaron a lo largo de los siglos hasta llegar a las intrincadas complejidades de hoy, cuando es común que a la superficie noticiosa asomen las más diversas variantes: las turbias versiones vernáculas, la reciente detención de un superespía alemán (¡por evasión impositiva!) o la figura de Edward Snowden, el informático que filtró a los medios grandes cantidades de carpetas clasificadas de la National Security Agency estadounidense, al que Oliver Stone acaba de dedicarle una película recientemente estrenada en el exterior.

Fue la Guerra Fría, de todas maneras, la que, con sus dobles o triples agentes, sus topos y desertores, institucionalizó para siempre la actividad en el imaginario colectivo. Los ingleses Kim Philby (que durante treinta años se las ingenió para pasarle información a la KGB y a punto estuvo de liderar la inteligencia británica) y el refinado Anthony Blunt con el paso del tiempo adquirieron el aura ambigua de personajes de ficción. No es casual. Las ideas que tenemos del espionaje de posguerra nos vienen en gran medida de autores británicos que sabían de qué hablaban. La razón era simple: en algún momento de sus vidas revistaron en alguna oficina de inteligencia. Graham Greene se vengó de sus malas experiencias en esas lides con algunas de sus historias, al borde de burlar la confidencialidad que debía legalmente.

John Le Carré, por su parte, que pasó su juventud en el MI5 y el MI6, siempre se las ingenió para oscilar como un malabarista en la cuerda floja de lo que podía y no podía decir. Sus novelas, la más famosa de las cuales es El espía que vino del frío, de 1963, le dieron credencial a todo un género y retratan como pocas el laberinto de lealtades y deslealtades que conforman las actividades encubiertas. Le Carré, que en realidad se llama David John Moore Cornwell, ostenta un raro honor. De la misma manera que los miembros de la mafia norteamericana adoptaron los modismos y los gestos que los retrataban en las películas, algunos de los términos que inventó...

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