Democracia y catástrofe

AutorJonatan Wajswajn Pereyra
Páginas53-71
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Democracia y catástrofe
Jonatan Wajswajn Pereyra
La guerra para terminar todas las guerras
En la clase introductoria de un curso dictado en el Collège de France,
Michel Foucault, partió de la premisa de que el poder es esencialmente lo que
reprime y aventura que “éste [el poder] es la guerra, es la guerra proseguida
por otros medios” (Foucault: 2014, 28).
Con ello pretendía operar una inversión de la proposición de Clausewitz
(Clausewitz: 1960, 24). Como consecuencia la fórmula originaria pasaría a
concebir la política como la guerra proseguida por otros medios.
Así la signicancia del Estado, y por ende del derecho y la norma,
es colocada en situación de cuestionamien to en cuanto a un pretendido
sentido de instrumento pacicador, agente de la paz, contrato social.
La concepción aducida nos evoca, por el contrario, una guerra silenciosa
que reposa bajo los cimien tos del derecho y se reinscribe en las institu-
ciones, las desigualdades, los regímenes preferenciales y diferenciales. Vale
decir que la política es la sanción y la prórroga del desequilibrio de fuerzas
manifestado en la guerra.
En este sentido, la política conlleva la signicancia del conicto bélico
desde un punto de vista constitutivo u originario reejado en la promesa de
pacicación por irrupción de la norma (contrato social). No obstante, una
proposición como la propuesta no permite soslayar la circunstancia de que
el conicto no solo constituye y subsiste a la ocurrencia del derecho y del
Estado de derecho democrático, sino que también se encuentra presente
con una aspiración nal: en la política la decisión nal debe provenir de
la guerra, esto es, de una prueba de fuerza en que las armas, en denitiva,
tendrán que ser jueces (Foucault: 2014, 29). Foucault explica este último
concepto indicando que el n presentado por la política es la idea de la
última batalla, el último enfrentamien to que suspendería nalmente el
ejercicio del poder como guerra continua.
Con ello se evidencia que la política no escapa al principio de perma-
nencia de la guerra, sin perjuicio de que se practique la negación de dicha
condición por medio de un discurso de pacicación. Y es que en denitiva
la prosecución de la guerra a través del Estado de pacicación, echa mano al
discurso –antiguo, aunque modernizado– de la guerra para terminar todas
las guerras; una dialéctica beligerante que comprende al conicto como
comienzo, desarrollo y nal.
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En este sentido, no es nada innovador plantear al derecho como el
producto y desenvolvimien to de la guerra, o de la lucha por la imposición.
Rudolf von Ihering se nos anticipa en reejar al derecho como un interés
que logra ser reconocido formalmente, en líneas generales, a través de
un proceso de lucha, prevalencia e imposición: la aspiración a la paz solo
puede ser concretada a través de la disputa: “La vida del derecho es lucha,
una lucha de los pueblos, del poder del Estado, de los estamentos o clases,
de los individuos” (Von Ihering: 1957, 6).
Sin embargo, la cuestión goza mayor complejidad si nos enfrentamos a
la posibilidad de concebir también a la democracia –en términos de prác-
tica de los regímenes democráticos– como una expresión de aquella batalla
silenciosa y continua.
Como fuera adelantado, un primer bosquejo nos tienta a desvincular la
signicancia encerrada por las ideas de democracia y guerra; y es que con ha-
bitualidad la vocación nal de la democracia es presentada como de índole
pacíca. Se ha tallado la concepción de que la democracia es la inagotable
búsqueda por la paz y que, en denitiva, todas las luchas encarnadas en su
seno visionan ese estandarte.
No obstante, no puede dejarse de lado que el discurso de los proclama-
dos regímenes democráticos –actuantes en defensa de sus principios– no
escapan a concebir la guerra como la única forma de desarrollo y nalización
del conicto. En el fondo, la guerra y el discurso bélico de tales regímenes,
monopolizan la legitimación de la existencia de la primera. Como Noam
Chomsky arma, los conceptos de “intervención humanitaria” y “obligación
de proteger” pronto se convirtieron en rasgos sobresalientes del discurso
político intelectual: “El milenio terminó con un despliegue extraordinario
de autocomplacencia por parte de los intelectuales de Occidente, fasci-
nados con la idea del nuevo mundo idealista empeñado en poner n a la
inhumanidad, que había entrado en una fase noble en su política exterior
con un halo de santidad, ya que por primera vez en la historia un Estado
se consagraba a principios y valores nacidos únicamente del altruismo y el
fervor moral” (Chomsky: 2005, 8).
Los regímenes que se han proclamado democráticos se han jactado
de legitimar sus guerras bajo discursos donde la proclama de subsunción
necesaria entre guerra y paz conduce a la admisión de la agresión por defensa.
Claro está que la doctrina de la guerra de defensa no responde a un in-
ventivo de los regímenes democráticos del siglo XX, sino que se trata de un
instrumento ya hartamente explotado políticamente a través de la historia de
la humanidad y sus relaciones de poder. Pero haciendo mérito a la realidad
de las prácticas referenciadas, lo cierto es que a tal componente tradicional
–continuador de las antiguas prácticas– se ha sumado uno de tipo innovador.
Así la armación de que la variedad de imperialismo estadounidense no
ha faltado a las políticas y ritos coloniales del proceso de expansión español,
portugués y francés, como Toby Miller arma1, no basta para agotar el
1 Adaptando una parte pertinente del texto en su idioma original: “El país que se promocio-
na a sí mismo como la gran promesa mundial de la modernidad se ha dedicado a transformar

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