El convento de hoy, la Villa Regina de ayer

Martes 14, 22.38. Todo está organizado para mirar con tranquilidad Argentina-Bolivia, un partido que se intuía fácil. ¿Sería la remake goleadora de Brasil frente a Haití? ¿Otra vez Messi me haría saltar del sillón para festejar sus habilidades y hacerme retractar de mis enojos por su actuación en Brasil 2014?

Sólo una luz tenue me acompañaba en el living y el celular estaba en silencio para que nada alterara esos inminentes 90 minutos de la Copa América. Sufrida simpatizante de Independiente, lo único que disfruto es mirar los partidos de la Champions League o las copas internacionales. No hace falta aquí explicar las razones para esquivar la última decena de torneos locales.

Pero, periodista de principio al fin, cuando el teléfono titiló avisándome que tenía un mensaje pudo más la curiosidad que la previa de los colegas dando la formación del equipo del Tata Martino. Y así, en un instante, el presente voló en mil pedazos y el pasado volvió con una fuerza arrolladora, montado sobre un mensaje inesperado.

-Prima, el convento de los 8 palos de hoy era nuestra quinta. ¿Te acordás? -escuché del otro lado de la línea telefónica.

¡Qué efecto arrollador el de las redes sociales! Facebook me tiraba en la cara los días de la niñez y de la adolescencia.

-Nooooo -respondí el Messenger, entre sorprendida y aturdida, pensando que a la distancia del tiempo y de la geografía ("el primo" vive fuera del país hace muchos años) se confundía de lugar en General Rodríguez, donde José López, mano derecha de Julio De Vido, se había hecho famoso hacía instantes.

-Sí. Era ésa. Se llamaba Villa Regina, pero no quedó nada de lo que conocimos, las monjitas que la compraron modificaron todo -insistió "el primo".

A esas alturas, me daba lo mismo si en los 10 primeros minutos del partido la selección argentina metía diez goles o si Bolivia se convertía en un inesperado y victorioso huracán. Y aquellas escenas de la infancia compartida con "el primo" y sus hermanos, los tíos, mis padres y los amigos, entre frutales, asados y chapuzones, se mezclaban con la imagen aérea del dron que ya volaba sobre el convento.

¿Cómo podía ser que aquella ligustrina que hasta nos permitía intuir la actividad de los vecinos se hubiera convertido en un muro coronado de alambres de púa? ¿Cuántos años habían pasado? Mejor no hacer cuentas. Porque en definitiva, había pasado la mejor parte de la vida. Aquella en la que una tarde de domingo, vista desde este instante, duraba mil horas. Aquella...

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