Copi, leído en voz alta

Que se sepa, fue San Agustín el primero que empezó a leer para sus adentros, en perfecto silencio. Antes de ese hito evolutivo, que acercó la lectura a la intimidad, lo natural era hacerlo en voz alta. La introspección en el acto de leer parece hoy obligatoria, pero hay circunstancias en que la sonoridad de una página o la modulación de una prosa pueden convertirnos sin darnos cuenta en preagustinianos involuntarios. Cualquiera que frecuente la poesía sabe de ese impulso. También los seguidores de algún dramaturgo de verba rítmica y frondosa. En estos días se publicó el cuarto tomo del teatro de Copi, con el cual El Cuenco de Plata culmina la edición en español de todas sus obras para las tablas, escritas la mayoría en francés, su lengua adoptiva. Es un acontecimiento (Copi murió en 1987 y sólo ahora se puede tener el acceso completo a esas piezas) y, casi sin darme cuenta, mientras hojeaba el libro, me descubrí leyendo a los cuatros vientos.

La culpa la tuvo Cachafaz, una obra de 1980, que se estrenó en 1993 en el Theatre National de la Colline (con puesta de Alfredo Arias) y a la que hace no mucho Oscar Strasnoy convirtió en una ópera impagable. Ya hacía casi dos décadas que Copi vivía en Francia cuando se decidió a escribirla en "criollo". Es un detalle conmovedor, pero también prodigioso: Cachafaz está compuesta en verso, con un oído perfecto, como si Copi nunca se hubiera ido. A los pocos segundos de mi recitado, sin embargo, fui interrumpido por los que me rodeaban. Creían -es un honor- que estaba improvisando un chiste subido de tono. Nadie puede escribir así, me decían, mientras trataban de leer por encima de mi hombro las palabras más explícitas de los parlamentos. No me había dado cuenta, arrastrado por mi entusiasmo oral, que Cachafaz tal vez no fuera la lectura ideal para una sobremesa.

La obra tiene como escenario un conventillo de Montevideo -donde Copi pasó casi toda su infancia- y está protagonizada por Raulito, un travesti, y Cachafaz, su fiolo. Copi juega con los géneros. Parece un sainete, pero su tono es notoriamente arrabalero y, al mismo tiempo, suena a reescritura del Martín Fierro. Juega con los géneros para mejor dejarlos en ridículo, pero, como suele ser su marca, no sólo con los literarios. Y para eso se vale de una lengua soez, desprejuiciada y angustiante que es la que primero causó alboroto, después sorpresa, finalmente admiración.

Quizá no hay mejor prueba que esas reacciones para descubrir que una obra, a...

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