De la carcel al sistema penitenciario: ¿Qué queda de ayer hoy?

AutorDiana Medina Batista
La cárcel: fenómeno social o consecuencia del desarrollo de la sociedad

La prisión existe desde hace mucho tiempo en la historia, si bien es cierto que en sus primeros momentos no pudo hablarse de cárcel como institución, sino del encierro como medio preventivo, que devendría en forma de castigo, lo cierto es que fue lo primero que conoció la humanidad, una respuesta; violenta en casi la totalidad de los casos, como forma de castigar las conductas consideradas lesivas a las costumbres de las colectividades.

El origen de la pena, de la determinación de qué es “bueno” y qué es “malo”, está en la conciencia humana; ya sea en la historia, o en el individuo; se ve como un impulso espontáneo, un movimiento inconsciente, una afirmación de la justicia, frente a la negación que ante el delito hace el culpable. Todos esos comportamientos y sus motivos, de propia conveniencia, supuestos por algunos como causa de la voluntad de castigar al culpable, provienen del error de suponer que se hace por razón todo aquello que puede razonarse después del hecho, y que lo razonable es cosa idéntica a lo reflexivo. La razón dice que, a no ser por lo que hace la madre sin razonar, el niño no podría vivir.

Donde quiera que la naturaleza humana tenga una necesidad urgente, hay un impulso espontáneo para acudir a ella, no confiando a la reflexión del hombre, que a veces es tardía y en ocasiones hasta se extravía, lo que debe resolverse pronta y rectamente. ¿Asimilaríamos entonces la capacidad volitiva de los hombres al llamado natural de la sangre?, ¿o de la psiquis?, ¿o del conglomerado social que ejerce violenta presión cultural sobre el individuo? Cualquiera de estos “llamados”, podría convertir al más casto, puro y recto de los hombres en posesos comisores de execrables delitos. Determinar hasta dónde tenemos responsabilidad para con esos hombres, podría ser nuestro derrotero, nuestro norte. Hacia allá vamos.

A la justicia como necesidad humana, corresponde un espontáneo impulso para satisfacerla; ciertamente se razona, pero antes, en la mayoría de los casos, se ha sentido. El hecho precede a la teoría; hay penas impuestas antes de que leyes escritas se destinaran a dirigir los impulsos; pero, cuando el impulso es bueno, es el sentimiento de la justicia, que se afirma pidiendo que no se equipare el justo al perverso, que el criminal no quede impune, que quien tiene culpa sufra pena.

Aún en los tiempos en que la pena tenía apariencia de rencorosa satisfacción personal y hasta el nombre de venganza, se partía de un sentimiento de equidad, y de que la vindicta pública era en el fondo justicia pública; tal como podía comprenderse en una época de dureza y de ignorancia; así se practicaba por pueblos que carecían de medios materiales para intentar la corrección del delincuente.

Todas estas razones hacen comprender la existencia de la necesidad histórica de que dentro de la sociedad existiera un mecanismo estatal para la supresión de conductas consideradas lesivas socialmente, pues desde la propia existencia del individuo como ser social, el control de todo el entorno en que este se desenvuelve ha sido una exigencia para la protección de intereses y una garantía de la estabilidad del régimen social en que el individuo vive.

La cárcel interviene selectivamente sobre los grupos sociales y en un primer momento lo hizo sobre aquellos individuos con más carencias y menos alternativas y oportunidades de adquirir niveles mínimamente dignos de calidad de vida, castigando fundamentalmente a los que menos tienen.

La cárcel y los presos, no son un fenómeno aislado, son un fenómeno social que expresa una serie de situaciones relacionadas con la estructura social; no considerarlo en tal sentido sería excluir a este sector de la sociedad; es por ello que el análisis del ámbito penitenciario y todo lo que con él se relaciona no debe ser al margen del análisis socio estructural, para no convertir a la sociedad en discriminadora por excelencia.

A nivel social las personas privadas de libertad soportan cargas morales superiores a las que cualquier persona en condiciones de libertad podría resistir; el estigma del hombre malo, más que el de delincuente al que la sociedad ha obligado a marginarse. Una marca visible del lastre que a nivel mental ha dejado la cárcel, es un fenómeno tan común hoy como son los polémicos tatuajes. Si bien es cierto, y esto es incuestionable, que las poblaciones carcelarias lo usan como mecanismo para diversas cosas, la otra parte de la población que deambula libre por las calles, se ve marcada por la huella que dicta la historia: “si tienes un tatuaje, alguna relación tienes con los delincuentes o con la cárcel”, y esto, aunque ahora lo toleramos, aún no lo digerimos con facilidad. De hecho, círculos intelectuales y otros que no lo son tanto, siguen atacando esto con un academicismo que roza la petulancia.

La cárcel, ha sido definida por muchos como el lugar destinado a los asesinos, violadores, ladrones; el lugar de donde gente como esa no debe salir nunca, la solución única a la tranquilidad de los libres; sin embargo, se ha demostrado que la cárcel a través de la historia no solo ha sido el lugar de los delincuentes, sino también la casa de los pobres, de las personas a las que la sociedad nunca les dio la posibilidad de tener una vida alejada de toda perspectiva de delinquir, donde siempre imperó el poder del más fuerte, donde la opción del pobre era una: la supervivencia. Este criterio nos confirma que la razón social de la existencia de la cárcel ha sido una regularidad históricamente condicionada, aun y cuando fuera y es obligado tener en cuenta el momento en que se valora su existencia.

La vida en prisión, es la vida del individuo alejado de la sociedad, aún y cuando sean ingentes los esfuerzos de algunas sociedades por minimizar tales efectos. Estar preso significa vivir la cárcel en toda su extensión y con un alejamiento progresivo de los valores y modelos de comportamiento de la sociedad, fuera de los límites determinados para la existencia material por el establecimiento penitenciario. Significa sometimiento a una disciplina institucional impuesta y a la llamada disciplina impuesta por los códigos carcelarios de supervivencia, aun y cuando sea a través de métodos persuasivos o impositivos, donde el condenado deja de ser autónomo para convertirse en un dirigido dentro del establecimiento, condiciones y factores que van conformando en el sujeto la denominada subcultura carcelaria; se trata de un proceso en que la pérdida de identidad, de decisión propia y de valores para la convivencia social se erigen como una consecuencia de segura incidencia.

El delito no se controla con represión dura, con garrotes, o con muerte. El delito es una consecuencia de la sociedad que reacciona ante determinadas situaciones de necesidad. El hombre no es malo por naturaleza, ni esta biológicamente programado para robar, matar o agredir, como diría Lombroso1. No se trata de atavismos2, ni de naturaleza, sino de la mayor o menor incidencia de la sociedad en la aparición de las causas que originan todo este fenómeno y de la obligada necesidad de tener un lugar, al que la propia sociedad se ha encargado de denominar CÁRCEL con un gran número de estigmas para los que están en ella.

De la cárcel al sistema: ¿qué queda de ayer hoy?

Sabemos que resulta harto...

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