Quién vivirá en la punta del Obelisco

Antes de que su repetida obviedad lo volviera querible por inercia, el Obelisco me resultaba una aberración, una rareza rígida y vertical que señalaba el cielo con gesto admonitorio. Lo que de verdad tenía atractivo y misterio eran las cuatro ventanitas que exhibía en las alturas. ¿Quién viviría ahí dentro? Quizás una especie de Kaspar Hauser que, aislado contra su propia voluntad desde la infancia, algún día saldría del recoveco para desconcertar al mundo con su historia. A diferencia de aquel adolescente alemán de comienzos del siglo XIX, que emergió de un sótano en condiciones casi salvajes, el nuestro bajaría lentamente de las alturas sin saber hablar, pero con el consuelo de conocer como nadie el ajetreo matutino, diurno y nocturno de la ciudad de la que había sido, a su pesar, espectador privilegiado.

Con los años, cuando ya no cabían dudas de que el "piramidión" de tres metros por tres sólo se utilizaba para modestas tareas de mantenimiento, fui descubriendo con alivio que no era el único que había caído en esas fabulaciones: la imaginación infantil de muchos otros venía poblando ese cuartito inaccesible de criaturas todavía más originales. Entre las fantasías ajenas que me contaron hay una insuperable: la sospecha de que ahí dentro había un burrito en su corral.

Más allá del declarado juego conceptual y simbólico, algo de ese orden debe de haber pasado por la mente de Leandro Erlich al intervenir el monumento quitándole, efecto óptico mediante, el vértice con sus dichosas ventanitas. El ejercicio de desautomatización que propone el gesto artístico, en todo caso, no sólo retrotrae a la infancia. Tiene también el efecto de subrayar algo más vulgar e inesperado: que el obelisco que damos por hecho alguna vez no estuvo. No se encontraba en su plaza, por poner ejemplos arbitrarios, durante los gobiernos de Yrigoyen, ni cuando Oliverio Girondo se paseó en caravana por las calles de Buenos Aires para difundir, en un gesto modernísimo, los poemas de Espantapájaros. Uno de mis abuelos, que vivía en las cercanías, debe de haber observado, advierto ahora, cómo en 1936 se fue levantando esa mole de hormigón armado detrás -lo prueban las fotos contemporáneas- de la masiva estructura de andamios que la ocultaba. La obra del arquitecto Alberto Prebisch se edificó en poco más de dos meses y coronó, de manera irrefutable, los frenéticos cambios urbanos que estaba sufriendo la ciudad: la avenida Corrientes dejaba de ser angosta, se...

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