Vicky, historia de un perro abandonado

Me prometí tener paciencia y publicar esta historia sólo cuando hubiera llegado a un desenlace. Hube de esperar tres meses. Y poco tiene que ver con la tecnología, al menos en primera instancia.

Estoy seguro de que hay historias más importantes, pero uno va descubriendo con el tiempo la razón por la que muchos escritores seleccionan las aparentemente más insignificantes; es en ellas donde la naturaleza humana se revela en carne viva.

Esta es, simplemente, la historia de un perro.

Un domingo frío y lluvioso de principios de agosto caminaba por mi barrio cuando en la puerta de un edificio de departamentos me encontré cara a cara con uno de los espectáculos más pasmosos que me ha tocado ver en persona. Manteniéndose a duras penas sentado, todo piel y hueso, temblando de frío, con la cabeza gacha, vencido, agobiado, había un perro agonizando. Estaba enteramente sarnoso y con la piel llagada en muchos lugares. Por la boca hinchada y entreabierta perdía baba y sangre, al parecer a causa de una herida. Tenía el aspecto de un perro muy muy viejo, y ya no miraba alrededor, hundido en sus últimas horas de lucha. Una pequeña lucha, pero lucha al fin.

Cualquiera que lo viese pensaría inmediatamente en ponerlo a dormir , como dicta el eufemismo. Cuando me acerqué a ver qué podía hacer, ése era exactamente el clamor de varios vecinos que se habían reunido en torno del pobre animal. Algunos simplemente querrían terminar con tanto sufrimiento; otros encontraban que el espectáculo no era apto para un tranquilo domingo al mediodía.

Pero yo pensaba distinto. No sólo porque he sabido de animales en peor condición que, no obstante, se recuperaron, sino, y sobre todo, porque la muerte no es algo que se decida en asamblea pública. Ni la de un hombre ni la del mejor amigo del hombre.

Herido, esquelético y moribundo, el mejor amigo se había convertido ahora en una incómoda y desagradable molestia al buscar abrigo del frío en la entrada de ese edificio. Un señor de aspecto civilizado se acercó y casi con alivio, si no acaso con un dejo de alegría, preguntó: "¿Lo llevan a sacrificar?" La amistad ya no es lo que era, definitivamente.

Mientras le comunicaba a este buen samaritano que la decisión de aplicar inyección letal sólo la tomaría un veterinario, me acerqué a estudiar la situación. Descubrí que era una hembra y calculé que le quedaban pocas horas de vida. Un día como máximo.

La boca estaba muy mal, aunque la herida no parecía estar a la vista, y daba la impresión de haber estado mucho tiempo así. Alguien teorizó que lo habría atropellado un auto. Otro, que le habían pegado un tiro. Así que la desnutrición era el segundo peor problema; la perra estaría sobre todo deshidratada. En cualquier caso, nada más se podía hacer en la vía pública. Teníamos que llegar a una guardia veterinaria, que estaba a unas quince cuadras.

Apareció entonces otro sujeto, ex empleado de una veterinaria, que aseguró -con la fría convicción del experto- que había que "ponerla a dormir". Y dale con la pulsión...

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