Viajes de un concierto extraordinario

Cambia la estación y cambian los hábitos. Amanece más temprano, oscurece más tarde. El metabolismo reacciona como si las variaciones climáticas y lumínicas tuvieran relación directa con el gusto lector. A las novelas de extensión decimonónica, perfectas para al invierno, las empieza a sustituir, a medida que avanza la primavera, la literatura de viajes. A cada cual su tic. El objetivo, en todo caso, está lejos de ser práctico: no hay para el verano ninguna aventura geográfica en el horizonte. Por el contrario, son los periplos ajenos los que permiten el consuelo de proyectarse, sin necesidad de trasladarse físicamente, a lugares lejanos.

Cambia la estación, entonces, y entre las lecturas aparece un libro de Bruce Chatwin (1940-1989): The Songlines (Las trazas de la canción). No reinventó ese tipo de crónicas, pero es en gran medida gracias a este inquieto escritor inglés que la literatura de viajes volvió a circular con amplitud de mano en mano. En The Songlines, sale a la busca en la Australia profunda del sentido primordial de las canciones de los aborígenes locales. La idea de fondo de Chatwin, que no en vano reivindicaba los orígenes nómades de la humanidad, es que la propia lengua empezó como canción, que es esa lengua melódica -donde se mezcla presente, pasado y futuro- lo que le otorgó sentido a lo que nos rodea.

Un ejemplar del libro de Chatwin remoloneaba en el fondo del bolsillo durante el concierto que dio el gran contrabajista francés Henri Texier con su quinteto en el reciente festival Buenos Aires Jazz. La coincidencia podía considerarse una señal. Porque en plena audición, al perdernos en el territorio inmaterial de lo sonoro, arte y viaje volvían a conectarse, pero de otra manera, sin escritura. El baterista Louis Moutin salía de un largo, emocionante solo de reminiscencias africanas. De a poco se le fueron sumando el instrumento grave de Texier, el clarinete bajo de su hijo Sébastien, el saxo barítono de François Corneloup y la guitarra de Manu Codjia. No hacía falta ponerlo en palabras: en ese ritmo y esas notas habían sedimentado muchos kilómetros. Era, por así decirlo, una música de viajes.

La ensoñación tenía su razón de ser. No sólo porque el jazz sigue siendo un territorio de máxima libertad, la más dinámica de las utopías, sino porque en el estilo de Texier -que tocó con figuras como Bud Powell y Dexter Gordon- fulgura uno de los proyectos más arriesgados del jazz europeo reciente...

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