La ventanilla de la felicidad

Me encontraba sentado, quiero decir desparramado, quiero decir arrellanado, en el salón de espera de Iberia, aeropuerto de Madrid, aguardando a que nos llamasen para dirigirnos a la puerta de embarque del vuelo que nos llevaría de regreso a Miami, cuando mi esposa Silvia se acercó, me entregó un sobre y dijo:

-No sé si quieres ir a pedir que te devuelvan estos impuestos.

Era la factura de una tienda que habíamos visitado en la calle Serrano de Madrid, donde Silvia había comprado dos pares de zapatos y un bolso negro. Al pagar en aquella tienda, me pidieron mi pasaporte de los Estados Unidos y me dieron unos papeles que acreditaban que, al no ser residente fiscal en el reino de España, me correspondía, si así lo deseaba, recuperar el impuesto a la venta. Leí la factura que me entregó mi esposa y comprobé que había un dinero que debían reembolsarme. Eran las tres y media de la tarde, debíamos abordar el Airbus 330 de Iberia a las cuatro de la tarde, el vuelo despegaría a las cinco de la tarde, si no había demoras.

-Bueno, voy a ver si hay suerte -le dije a Silvia.

Nunca había reclamado devolución de impuestos en ese aeropuerto ni en ninguno, pero la misión me pareció divertida, así que me puse a la tarea. Caminé un largo trecho hasta la ventanilla de la felicidad que devolvía los impuestos a los viajeros, entregué mis papeles y me informaron de que debía caminar hasta otra ventanilla donde sellarían mis papeles. Así que caminé sin apuro hasta el punto de sellado, solo para descubrir que era una máquina gris la que debía validar mi reclamación de impuestos. Lo intenté una y otra vez, pero, como soy un tarado, no estaba haciéndolo bien, hasta que una joven de aspecto oriental se compadeció de mí y me dijo que no debía pasar los papeles por la pantalla superior, sino por un sensor pequeño, debajo de la pantalla. Me sentí un idiota y le agradecí. Validados mis papeles, caminé de regreso hasta la ventanilla de la felicidad.

Entonces una señorita rubia y delgada, con ojos almendrados y sonrisa coqueta, me pidió el pasaporte, introdujo mis datos y, sin dilatar el trámite, me comunicó que debía reembolsarme doscientos euros en impuestos. Sentí una inesperada felicidad. Al mismo tiempo, me sentí un genio de las finanzas, el tigre de la malasia del dinero, una suerte de Elon Musk o Jeff Bezos o Warren Buffett. Recibí los doscientos euros, le agradecí con efusión de cursilería ("es usted un ángel, la llevaré siempre en el corazón") y guardé los...

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