El último aristócrata de la cultura popular

No hay forma de pensar la cultura del siglo XX sin pensar a David Bowie. Cuando la juventud tomó al rock y al pop como su idioma universal, Bowie se convirtió en el vocero fundamental de una generación que tenía mucho por simbolizar, pero pocos guías que le hicieran sentir que valía la pena.

"Y esos chicos a los que escupís/ mientras intentan cambiar sus mundos/ son inmunes a tus cuestionamientos/ ellos son muy conscientes de lo que están atravesando", cantaba en "Changes", en 1971. Bowie no hablaba de un mundo, hablaba de mundos, porque su objetivo siempre fueron las batallas íntimas, las de tu vida cotidiana. Cualquier joven que se encontrara peleando contra demonios propios y ajenos reconocía en sus canciones una vía de escape, su propio mundo corregido.

De principio a fin, el Duque Blanco eligió el camino más difícil, el de mirar hacia adelante sin quedarse quieto. En 1977, el año del no-future punk, Bowie abrazó a Devo en Nueva York al grito de "esta es la banda del futuro"; 37 años más tarde elogió a una joven Lorde que recién había editado su disco debut. Así de claro tuvo su norte ético y estético toda su vida. Porque ni Devo ni Lorde, ni nada de lo que está en el medio, serían lo que son sin Bowie. Cualquier gesto futurista en la música popular está contenido en su obra antes que en la de nadie. Y no se trata (siempre) de un futurismo de ciencia ficción; el mirar a futuro que promulgaba era la excusa para todos los días hacerle...

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