Todas las almas

Aquella noche de verano, el niño Santiago, de diez años, que había pasado la tarde jugando al béisbol en un equipo del que su padre, Manuel, era entrenador, debía dormir en la casa de su madre, Adriana. Sin embargo, Manuel llamó a Adriana, su exesposa, y le pidió que Santiago se quedara a dormir con él, en su apartamento en una torre al norte de Miami Beach, pues al día siguiente quería llevarlo a pescar muy temprano. A pesar de que Adriana tenía una estupenda relación con su exesposo Manuel, sintió una extraña corazonada y pidió hablar por teléfono con el niño. Adriana le preguntó a su hijo Santiago si deseaba quedarse a dormir en el apartamento de su padre, si le hacía ilusión salir a pescar al amanecer. El niño permaneció en silencio, no respondió. Su madre interpretó ese silencio como una incomodidad. No se atreve a decirme que no porque su padre está al lado y no quiere lastimarlo, pensó Adriana. Por eso no dudó en decirle a Manuel que le llevara a Santiago a su casa. Pasadas las diez y media de la noche, Manuel dejó a su hijo en casa de Adriana y regresó a su apartamento. Le quedaban dos horas de vida. El edificio se desplomaría a la una de la mañana. La intuición de Adriana le salvó la vida a su hijo Santiago.

Poco antes de que el edificio colapsara, una mujer de mediana edad, Ileana, que vivía sola, despertó con una angustia que no la dejaba respirar. Una fuerza sobrenatural me despertó, dice Ileana. Mujer de fe religiosa, escuchó cómo el edificio entero crujía, emitía sonidos telúricos, cavernosos, como si la fundación misma estuviera desintegrándose, como si los techos estuviesen abriéndose ante sus ojos pasmados. Sintió que el edificio se movía. Una voz interior le gritó corre, sal de inmediato, huye a toda prisa. Supo que su vida estaba en peligro. Calzó unas pantuflas y salió corriendo por las escaleras de emergencia. Tuvo tiempo de escapar. Quedó cubierta de polvo, reducida a una criatura cenicienta, trémula, fantasmagórica. Había visto el infierno, regresado viva del infierno. No duda de que la intervención divina la despertó a tiempo y salvó de morir.

No tuvieron la misma suerte los esposos octogenarios Arnie y Myriam, quienes vivían en el tercer piso. Todos en el edificio sabían que eran los residentes más amorosos del condominio. Judíos de origen cubano que habían escapado de La Habana cuando triunfó la revolución de los bandidos, Arnie y Myriam entendían la felicidad como el tiempo que compartían, sentados en su balcón...

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