Tiempo suplementario

Para celebrar el triunfo argentino ante la selección croata en el mundial de fútbol, exhausto y sin voz de tanto gritar, Barclays resolvió entonarse con una pastilla de Viagra para jugar esa misma noche un partido aparte con su esposa Silvia.

Sin embargo, al volver a casa tras su programa de televisión, ya vestido con ropa de dormir, listo para disputar el gran partido erótico, dispuesto a dejarlo todo sobre el campo de juego que era el colchón extragrande, Barclays descubrió que las tres pastillas azules que le quedaban habían expirado hacía más de un año. Asustado, prefirió no tomar ninguna y pospuso el encuentro para la noche siguiente.

¿Podía Barclays permitirse un apasionado lance erótico sin la inestimable ayuda química de las pastillas para mejorar la circulación sanguínea y robustecer la erección? Sí, podía: estaba en condiciones de saltar al terreno de juego sin infiltrarse con estimulantes. Pero quería que fuese un partido épico, memorable, una goleada legendaria, y por eso deseaba mejorar su rendimiento atlético, ya algo menoscabado por los años, tomando un Viagra que lo devolviese a los bríos de la primera juventud.

No le dijo nada a su esposa Silvia, aunque se aseguró de que ella tuviese puesto el anillo protector, pues no deseaban tener más hijos, con una hija eran gloriosamente felices, no hacían falta más. Al día siguiente, sigiloso como un gato, Barclays se deslizó a su farmacia de confianza y pidió en tono risueño un Viagra, o mejor varios, diciéndole a la farmacéutica que deseaba festejar por todo lo alto la victoria argentina en el mundial, la clasificación a la final, y una final soñada, nada menos que ante los campeones defensores, los franceses, tan rápidos como virtuosos, tan refinados como intrépidos. Para su sorpresa, la farmacéutica le pidió una receta y, como no disponía de una, se negó a venderle la bendita pastilla azul.

Decepcionado y, al mismo tiempo, porfiado, poseído por las fiebres de la lujuria, Barclays visitó otra farmacia de su barrio, pero le dijeron que no podían venderle un Viagra sin la debida prescripción médica.

-¿No basta con decirles que tengo cincuenta y siete años? -preguntó, irritado-. ¿No basta con que me vean tan subido de peso? ¿No les basta con saber que Argentina está en la final?

No consiguió persuadirlos con aquellas preguntas desesperadas, y por eso se dirigió a la tercera y última farmacia de su vecindario. Para su inmensa fortuna, lo atendió una joven de anteojos y aire...

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