El temor a volar: La suma de todos los miedos

Por Pablo Corso

Siempre es la última en subir la escalerita. Cuando termina de meter su cuerpo en el fuselaje, María Laura Palmieri se pregunta por qué. Como en la cima de la montaña rusa, justo antes del descenso enloquecido: por qué otra vez. Varias veces pidió bajarse. Un día dijo que estaba mareada. Otro, que se había olvidado de comprar un libro. Pero las azafatas la convencían. Cuando no podían, llamaban al piloto. Y ella volaba. Hasta que dos episodios reforzaron su parálisis: el accidente de LAPA del 31 de agosto de 1999 y el de Air France del 1 de junio de 2009. Ese día, el avión que la traería de vuelta desde Cuba compartió el cielo con el vuelo desaparecido. Su esposo empezó a recibir mensajes de los amigos en Buenos Aires: "No la dejes ver la tele". La parálisis de esta empleada bancaria se volvería una fobia aguda.

El empresario Eduardo Gemignani voló por vacaciones a Mar del Plata, las Cataratas y el Calafate, pero no eran vacaciones hasta que el tren de aterrizaje se posaba sobre el asfalto. Ahí arriba le faltaba el aire, transpiraba, no comía, no iba al baño. Llegó a viajar todo el tiempo con los ojos cerrados. O a rezar sin saber lo que rezaba, porque no es un tipo creyente. Le resultaba imposible encomendarse a los pilotos, delegarles el control, ahuyentar la idea de la muerte. Donde había turbulencias, veía derrumbes. Cuando se apagaban las luces, temía una falla masiva. Su fobia explotó a la vuelta de un viaje familiar a Ushuaia: ya no quería volar. Pensó seriamente en volver a dedo, pero la familia lo convenció. Por última vez.

En una vida anterior, Verónica (que es periodista y pide reserva de identidad) viajaba mucho. Fue siete veces a Europa y siempre la pasó bien. Todo cambió después de los 21 años, cuando una seguidilla de situaciones estresantes la enfrentaron a un ataque de pánico "imprevisto y brutal". Empezó a temerle a la locura, sentía el pecho aplastado, pensaba que estaba viviendo los últimos minutos de su vida. Un día se preguntó qué sería de ella con un ataque a bordo. En los últimos diez años sólo logró pisar un avión dos veces, "sintiendo sudoración fría, dolor de estómago, rigidez muscular, inquietud, angustia, ahogo e hiperventilación. Nadie disfruta de viajar con tal desesperación, como un animal enjaulado que presiente que será sacrificado".

Es un sábado a la mañana y desde un décimo piso en la calle Peña (lo suficientemente alto) se ve un cielo claro y despejado. El living de Poder Volar es un espacio amigable: alfombra mullida, sillas cómodas, mesita con cafeína en distintas variantes y cinco avioncitos de plástico. Somos nueve: el médico...

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