Por qué si nos va tan bien... nos va tan mal

Estamos en silencio y a oscuras. Todas las tardes nuestro editor fotográfico nos proyecta en una pantalla de pared las imágenes de cada jornada. Hay normalmente muertos y escenas sangrientas de la Argentina y el mundo. Pero hoy tocan las calles de esta ciudad, y largas colas y rostros anónimos y tristes. Parecen pinturas hiperreales: un invierno de expresiones sombrías y de fatiga desesperanzada. Laburantes que esperan resignados, uno detrás del otro, aquel miserable colectivo abarrotado y agónico que los lleve a casa: una o dos horas por la mañana; una o dos horas por la tarde. No funcionan los subtes; los trenes matan, hieren y descarrillan o son sacados de servicio, y los políticos juegan al ajedrez con esa mansa infantería. Ciudadanos comunes y corrientes que son tratados como reses bípedas, ocasionalmente como votantes clientelares, siempre como consumidores que muevan la rueda. El modelo funciona a base de consumo, y la inflación es una sartén donde la poca guita quema y debe ser gastada antes de que se esfume. Nada de ahorrar para el futuro, a fumársela toda y ya.Esa gente vive en un país donde hay un Estado controlador que genera amplias zonas de anarquía. Un Estado totalizador con blancos inexplicables. El resultado es un paradójico cruce entre control y caos. Algo parecido a lo que practica el socialismo bolivariano, cuyo gobierno quiere ocupar militar y políticamente todos los espacios y deja libres algunos fundamentales: en Caracas hay un homicidio cada dos horas. La contradicción de estas políticas parece un ominoso dibujo animado, donde a uno lo encierran para protegerlo en una jaula con dos gorilas violadores. Y se tragan la llave.Cada vez más lejos de esa sufrida marea de cualunques, los políticos argentinos viven, gozan y se pelean dentro de lo que en sociología se denomina "el círculo rojo": los militantes, los esclarecidos, los dirigentes, los empresarios y los periodistas. La élite. Que en la Argentina confunde todo el tiempo realidad con símbolo.Siempre me pareció de un reduccionismo frívolo aquella legendaria explicación sobre el desencanto que le produjo al progresismo la frase "felices pascuas". "Cuando Raúl Alfonsín la pronunció dejé de apoyarlo", me contaron cien veces. Había muchas razones para desencantarse con el alfonsinismo, y todas eran más importantes que esas dos palabras desafortunadas. Del mismo modo, ya era lo suficientemente justa y estimulante la política de derechos humanos y los juicios a los responsables de la...

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