Servir a la Iglesia y a la verdad

Fue uno de los hombres más importantes de su tiempo, al punto de ser identificado por una multitud de millones de fieles en todo el mundo como el Vice-Cristo en la Tierra (en la gráfica expresión de Catalina de Siena). Sin embargo su vida estuvo cruzada por una contradicción permanente: nunca pudo estar en el lugar en que hubiera querido.

Su espíritu vivió una continua pero serena tensión entre el deseo de hacer las cosas que a él le gustaban, como leer y escribir teología, y las que Dios le pedía. Ser promovido al episcopado, una meta que podría considerarse legítimamente apetecible en cualquier clérigo, representó para él una primera dificultad, pero apechugó y encaró animosamente hacia adelante.

Ciertamente, Ratzinger y Wojtyla, un tándem que hizo historia, parecían entenderse con la mirada, pero no fue la suya una conjunción de almas gemelas como dos gotas de agua, sino agua y aceite. Juan Pablo II quiso poner orden en una delicada situación de exorbitancias posconciliares y le pidió hacerse cargo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Dos veces el bávaro le dijo que no, pero terminó aceptando, no porque le gustara la idea, sino por pura obediencia, forzando su interés personal.

La obediencia no es hoy una virtud bien vista, sino que ha perdido su antiguo prestigio , como si obedecer fuera propio de espíritus débiles; tampoco es la principal del mensaje cristiano e incluso sus modos de vivirla pueden cambiar con el tiempo. Pero sigue teniendo su sentido de siempre que permite funcionar al mundo. Ratzinger la asumió como un servicio: obedeció por servir a la Iglesia, pero sobre todo a la verdad.

Fue él quien en un clima hiperindividualista identificó al relativismo como un eclipse de la realidad objetiva, y por lo tanto un instrumento del arbitrio, una subjetivización de la verdad. Por eso lo clasificó lisa y llanamente como una dictadura. El lema que adorna su escudo: cooperadores de la verdad, y que tomó de una carta de San Juan, constituiría en cierto modo la síntesis de su programa de vida y ayuda a entender esa sensibilidad servicial. Su obediencia a la verdad fue una deriva natural de la virtud suprema del cristianismo, que es la caridad. Así lo expresó en el nombre de su primera encíclica, de carácter programático: Deus caritas est (Dios es amor).

Otro detalle que muestra la finura de su espíritu es el dato de que aunque asumió plenamente su función ministerial, no escribió los documentos sancionados por el organismo para...

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