Crónica de un sentimiento: la impotencia de la gente ante explicaciones que no alcanzan

Ayer hice algo que no le he visto hacer a ningún funcionario, dirigente o candidato: me tomé un tren del conurbano.No lo tomé un día cualquiera, sino la jornada posterior a un accidente que dejó más de cien heridos. Y como soy usuario cotidiano del tren, sé de lo que hablo si digo que sólo aquel que nunca se sube a esos vagones raídos, mugrientos y desvencijados podría creer que el servicio ferroviario no se encuentra colapsado o al borde del desastre. Estoy en condiciones de abundar más sobre ese asunto, pero es algo tan obvio que me da vergüenza tener que explicarlo. Sospecho que a cualquiera que viaje día tras día en el Sarmiento, el Roca o el Mitre le pasaría lo mismo. A esta altura del desamparo, lo único que se siente es vergüenza.Me avergüenzan los carteles con propaganda política colgados a un lado del andén 2 de Once, monumentos a la sonrisa hueca que observaron con reveladora impavidez al personal del SAME que acarreaba un herido tras otro. Me da pavor revivir la angustiante mañana del sábado, en la que las sirenas de las ambulancias me despertaron con un mensaje que de tan repetido no causa horror. Siento que me toman el pelo cuando entre la Casa de Gobierno y los sindicatos de obreros ferroviarios se adjudican mutuamente responsabilidades y culpas, como si el drama de retirar cuerpos muertos (en los accidentes de Castelar y de Once) o heridos (el sábado) de los vagones fuera un incidente secundario en la trama de la batalla política. Y, sobre todo, me causa una...

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