Sangre, sudor y lágrimas por los trenes nuevos

Soy usuario frecuente del servicio de trenes Retiro-Tigre. Esto es lo mismo que decir que soy un hombre hecho al sufrimiento. Por eso el martes, día previsto para el bautismo rodante de las nuevas formaciones chinas, llegué a la estación de siempre sin expectativas. Aquellos que hemos sido moldeados por el transporte público en la disciplina de la resignación estamos preparados para todo. Incluso para ver asomar una vez más, allá en la curva distante, la imagen cansada y maltrecha de los viejos trenes Toshiba. De tan familiares, ciertas pesadillas se vuelven queribles.

El ministro venía anticipando la llegada de los trenes chinos como si se tratara del advenimiento del Mesías. Cada mañana, mientras uno esperaba y esperaba en el andén, el anuncio del nuevo "material rodante" repetido por los altoparlantes no era un aliciente sino la prueba del agotamiento de las actuales formas de la democracia. En ellas la tarea del político es prometer. Y la del hombre de a pie, creer. Allí estabas, en medio del desierto, masticando arena, clavando el mentón en el pecho para avanzar contra el viento, cuando una voz que venía del cielo te decía que adelante te esperaba la redención. Toda Tierra Prometida exige un sacrificio de sangre, sudor y lágrimas. En este caso, digámoslo ya, el sacrificio se pagó con creces. Sobre todo en sangre.

Ése es mi problema: no puedo olvidarme del costo que pagamos por algo que no es la Tierra Prometida, sino el simple recambio de una flota de trenes que trajinó los mismos rieles durante décadas y que en los últimos años se cayó a pedazos ante nuestros propios ojos. O peor, con nosotros adentro.

El martes, en el andén, tras una espera breve advertí que allá en la curva asomaba un animal distinto al de siempre. En lugar de la cara chata de los Toshiba, tenía una trompa redondeada y amable, y se detuvo a mis pies tan silencioso como obediente. La bestia abrió sus fauces para liberar a algunos pasajeros y para recibir a otros, que ingresaron a su interior como se entra a un museo. Encontraron adentro algo tan raro para ellos como la sonrisa de la Gioconda: asientos sanos y firmes, pasillos despejados, olor a nuevo, una chicharra que suena cuando las puertas se abren. La gente intercambiaba sonrisas, se pedía permiso, se decía muchas gracias, guardaba el bollo de papel en el puño a la espera de un cesto. Ojalá nos dure la urbanidad. De eso depende...

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