Retrato del guardarropa

El guardarropa ocupa toda una pared. Es blanco, aunque no lo suficientemente blanco por el roce de la piel que lo abre una y otra vez aunque en verdad en el último tiempo lo abrió muy poco. Nunca antes lo había abierto así. Tiene cuatro puertas, que no deben medir más de medio metro de ancho y casi dos de alto. Cada una lleva un picaporte distinto, pequeño, pintado a mano según la tienda departamental que los vende. Tienen los bordes apenas descascarados, en señal de algo, quizá, de queja o reproche. Y cuando se abren, el resto. El sentido o lo que importa aquí.No es regular. El espacio dentro de este espacio, que debe tener un metro de profundidad, está dividido a conveniencia. Tiene un sector, una especie de columna, dedicada en exclusivo a zapatos y sin embargo hoy hay mucho más. Hay zapatos, hay botas de goma amarillas, un calzado rosa con moño, dos pares de ojotas, naranjas y doradas, unas pantuflas azules y acolchonadas, muy lindas para el invierno, para estar en casa, pero además ropa que solo se puede usar puertas adentro porque, por ejemplo, es un buzo grande con agujeros en las mangas, unos pantalones de algodón rayados con un corazón rojo en algún lugar, una remera larga y negra, con el cuello desbocado, unas bermudas horribles, un short ya demasiado corto, musculosas fluorescentes.A continuación, al costado de esa columna, hay un barral para colgar perchas que fue anulado con estantes para poner allí, siempre doblados del mismo modo, sin excepción, quién se atreve, suéteres tejidos a mano, en colores pasteles porque mejor ir despacio; y sacos tejidos a mano, con ochos y dibujos que solo alguien que quiere mucho puede tejer, en el mismo tono. También varios jeans. En su mayoría de tiro alto para resaltar la cintura y que luego la tela caiga ligera y libre y tape un poco las caderas, las rodillas y esos tobillos anchos y duros, como los de una abuela.Hay, escabullidas, cajitas de cartón que huelen áspero para ahuyentar polillas, unos círculos de...

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