¿Quién le pone el cascabel al gato?

Según narra una versión remixada de la fábula de Samaniego, el descontento popular en Ratolandia condujo a que, de buenas a primeras, se decidiera reconocer la inseguridad y la necesidad imperiosa de cazar al gato para asegurar la tranquilidad en ese vasto territorio. Como había que hacer algo, se convocó una comisión. Hubo muchos discursos -apenas reconocimientos tardíos de la gravedad de la situación-, sospechosas promesas y estadísticas que tampoco ofrecían soluciones. Por fin, se consensuó a coro un brillante plan: colgar un cascabel al cuello del gato: patrulleros, motos, gendarmes, policías, controles, cámaras de seguridad, botones antipánico. Toda una batería preventiva con el propósito de neutralizar la amenaza. Hasta que un viejo ratón preguntó: ¿quién le pone el cascabel al gato?

En el cónclave vernáculo, Scioli se guarece en su lema de "Más cámaras. Más policías en las calles". Massa alardea de los "botones antipánico" o de las cámaras de seguridad. Berni advierte que las camaritas "son un elemento más en el aporte de la investigación y no de la prevención", y exhibe una dosis de optimismo desmentido por los hechos: en el caso del homicidio de Jano Fernández, muerto con un bate de béisbol, una vez llegada la instancia del juicio se desestimó la grabación de la cámara como prueba resolutoria y se liberó a uno de los partícipes que aparecía en el video.

La otra consigna bien pensante propone una amigable policía vecinal: el antiguo policía de la esquina, que hoy o bien debe hacer frente a los delincuentes ofrendando su vida o bien su participación es calificada de "gatillo fácil", como la del policía que disparó contra un delincuente que lo apuntó y terminó matando a una joven que hacía una fila para un recital en La Plata. En el mejor de los casos, puede ser sumariado, como ordenó Garré cuando acusó a un policía de violar los derechos humanos por recostar al delincuente de cara a la vereda en un día lluvioso.

Cuando los delincuentes son juzgados e ingresan en prisión, el servicio penitenciario gestiona su fuga, convalidando la premisa tan certera como nefasta de que la cárcel es criminógena y una escuela del delito. O son torturados y hasta "suicidados", convalidando los argumentos garantistas de que la cárcel es anticonstitucional. Y en cuanto a los jueces, la doctrina penal en vigor sostiene que la función del derecho penal debe reducirse a sostener el simulacro de cierto orden de contención social, a ser un instrumento inocuo...

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