Las piletas de La Salada: de su auge popular a convertirse en un territorio secreto lleno de ruinas

Las piscinas convertidas en un yuyal. La postal lúgubre de La Salada fue recorrida por LA NACION.

Esta es una travesía hacia el olvido. Un viaje a lo fúnebre y marginal que siempre resulta el abandono. Una aventura donde el ocaso tiene atmósfera aciaga. Tan cerca y tan lejos de todo. Si hasta el tiempo aquí parece correr distinto, entre vegetación salvaje, piscinas desérticas y corroídas, y construcciones desmoronadas convertidas en escombros, como un campo de batalla bombardeado tras la derrota. Atrás quedaron las épocas de festivo esplendor de las piletas de La Salada, esos espejos artificiales de agua que marcaron una época. Aquel famoso balneario amedrentaba el calor de los vecinos imposibilitados de vacacionar lejos del sopor de los veranos porteños.

El complejo contaba con dos piscinas de grandes proporciones, otra más pequeña para los chicos y una laguna. En todos los casos, el agua era salada, proveniente de napas ubicadas a más de trescientos metros de profundidad y a la que se le atribuían poderes curativos , uno de los factores fundamentales que impulsaron el crecimiento de este gigantesco parque de esparcimiento hoy convertido en ruinas , donde los restos esparcidos entre la vegetación harían las delicias de un antropólogo.

El lugar hoy es un yuyal agreste con una prominente cantidad de árboles y una vegetación impactante que lo cubre todo. Cada tanto, la flora dejará descubrir los vestigios de cemento de piscinas y edificaciones que dan cuenta de aquellos tiempos de ostentación donde miles de personas llegaban para pasar un día de esparcimiento. Ahora, cada paso es el testimonio del ocaso que entristece. Vestigios de días felices donde en el lugar se escuchaba el resonar de las risas, la música de los altoparlantes y el incienso de la humareda de los asados.

Las piletas de La Salada se ubicaban en un predio cuidado y pletórico de vegetación lindante con la cuenca Matanza-Riachuelo en el extremo del partido de La Matanza

Llegar, toda una aventura

Ir en busca del sitio donde funcionaron las piletas de La Salada se convierte en una aventura donde el forastero se encomienda a la fe de sus dioses. Como primera posta, hay que llegar hasta el límite sur de la avenida General Paz, donde el Puente La Noria marca el final del circuito de circunvalación urbano más famoso del país. Una vez allí, con las aguas renegridas del Riachuelo a la vista, se debe girar a la derecha y rodar por un camino inquietante, ya en jurisdicción del Partido de La Matanza. El asfalto poceado y semi inundado, luego de una jornada de copiosa lluvia, no cuenta con postes de luz, carriles demarcados ni señalética que indique el rumbo. A la izquierda, el curso rectificado del río Matanza-Riachuelo y a la derecha, pastizales, un galpón imponente a medio terminar, y lo que se percibe como un parque industrial. Bolsas de basura, perros muertos y los vehículos que se van dejando paso cuando los cráteres los obligan a desviarse y circular por la mano contraria. En la oscuridad de la noche, este escenario, digno de un relato de Bram Stoker, debe ser lo más parecido a jugar a la ruleta rusa.

Luego de 1500 metros de aventura, por cierto menos glamorosa que el Rally Dakar, aparece el cruce de una vía ferroviaria que atraviesa el Riachuelo en busca del Partido de Lomas de Zamora. En sus márgenes, el mismo puente alberga el paso peatonal que conduce, tres veces por semana, a las multitudes que llegan, desde todo el país, para comprar en las ferias de La Salada donde se consigue ropa, a buen precio, con estampados que hacen fantasear con que se está adquiriendo vestuario de marcas reconocidas. Una suerte de acuerdo común donde las partes, vendedor y cliente, convienen implícitamente la simulación aspiracional.

En lo que fuera el ingreso principal al balneario, aún se pueden observar las estructuras de las boleterías

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