El pentagrama de la adolescencia

Hay hogares sin libros. En otros, la cocina es menos que un lugar de paso. Están aquellos en los que faltan mascotas, plantas o cuadros.

En mi casa no había instrumentos musicales. Tampoco en la casa de mis abuelos. Ni en las de mis antepasados, hasta donde se tuviera memoria. Discos, libros, perros, gatos, plantas y la cocina incivilizada de mi abuelo gallego. Pero ningún instrumento. Ni siquiera las casi obligatorias seis cuerdas. Nada de nada.

Eso empezó a cambiar en algún momento de 1853, cuando un inmigrante alemán llamado Rudolph decidió fundar su propia compañía en Cincinnati, Estados Unidos. La bautizó con su apellido, Wurlitzer, y al principio se dedicó a importar instrumentos de su país. En 1880, tras ganar cierta notoriedad, se puso a construir pianos. Casi 80 años después, en 1959, lanzó su primer órgano electrónico, el modelo 4100.

Uno de esos gigantes gentiles llegó a la Argentina y ofició de atracción exótica en una sala de estar porteña. Hasta que, en otra curva cerrada del destino, esa familia decidió emigrar a Estados Unidos. El 4100 pesaba 100 kilos, así que costaba mucho menos comprar otro allá que pagarle un flete. Pero nadie se mostró interesado en un artilugio que parecía salido de un teatro o una iglesia. Excepto un amigo de esa familia -mi padre-, que reparó menos en el doble teclado y la pedalera para bajos que en el precio de ganga. Su plan era venderlo a un valor mucho más alto y saldar así parte de la hipoteca que pesaba sobre nuestro antiguo caserón.

Recuerdo el día que aquella maquinaria ingresó, fascinante y misteriosa, como el hielo de Aureliano Buendía, por el zaguán de baldosas adornadas. Fue depositado con pompa en el estudio de mi padre, que, para redondear el golpe de efecto, lo encendió. Una solitaria lucecita color rosa viejo se iluminó junto al interruptor. Sin poder evitarlo, toqué una nota con el dedo índice y por primera vez en mi vida oí algo que no salía de los discos o la radio, sino de mis propias manos. Como la existencia suele reservarse paradojas burlonas, mi padre me administró un chirlo y decretó:

-Esto no se toca. Es para vender.

Sin embargo, cada día, cuando regresaba del trabajo, encontraba a su desobediente primogénito de nueve...

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