La pasión reeleccionista

Promover la reforma constitucional hoy, cuando el último e importante retoque a la Carta Magna apenas cuenta con 17 años y el segundo período presidencial de Cristina Kirchner ha arrancado hace no más de dos meses, y cuando oscuras nubes de ajuste planean sobre el bienestar de los argentinos es casi una obscenidad. Sin embargo, el operativo en busca de la reelección indefinida más allá de pudorosas desmentidas o postergaciones tácticas se inscribe en la más rigurosa lógica del movimiento gobernante. Se desencadenará, tarde o temprano, según las circunstancias políticas.

No por nada Juan Domingo Perón, para poder ser reelegido, consiguió que se dictara una nueva Constitución en 1949, después derogada por la Revolución Libertadora, que restableció la de 1853. Esta última, a su vez, pudo ser modificada en 1994 gracias al Pacto de Olivos, rubricado por Carlos Menem y Raúl Alfonsín.

El precio por pagar era, por supuesto, la reelección de Menem, concretada en 1995, que tuvo una módica compensación con varios cambios positivos, entre ellos la incorporación de pactos internacionales sobre derechos humanos, la creación del Consejo de la Magistratura y la autonomía otorgada a la ciudad de Buenos Aires. Hay disposiciones de esa reforma que ni siquiera en la actualidad han sido puestas en práctica.

En los países desarrollados de Occidente están fuera de lugar los debates acerca de repetidas reelecciones de sus gobernantes. En todos ellos se procura restringir los abusos personalistas. A todos los cobija la tradición del constitucionalismo liberal, a la vez dividido en dos alas: la parlamentaria, vigente en la mayor parte de los países europeos, y la presidencialista, encarnada por los Estados Unidos. Francia es el único que ha transitado por un camino intermedio, a la sombra del general De Gaulle. La Constitución norteamericana marca, desde 1787, la posibilidad de una sola reelección del presidente, y la única vez que se modificó ese principio fue en tiempos de una extraordinaria emergencia como la Segunda Guerra Mundial, con la segunda y tercera reelección de Franklin Delano Roosevelt.

América latina, una vez proclamada su independencia, heredó de los Estados Unidos el presidencialismo, pero lo incrementó y exacerbó hasta reducir al mínimo el calibre de los otros dos poderes. El caudillismo volvía con el disfraz constitucional. El Poder Judicial, sobre todo, se debilitó -en realidad, llegó a ser fuerte en muy pocos lugares- y no pudo ejercer su papel...

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