El pájaro de la osadía y la libertad

Hace poco, después de cenar con mi madre, le pregunté cuál era el objeto más preciado que conservaba. No esperaba que la respuesta me sorprendiera. Conozco más o menos de qué están hechos sus días y las cosas de las que se rodea. Supuse además que lo pensaría un poco. Por eso mi primera sorpresa fue que se levantara inmediatamente de la silla sin el más mínimo atisbo de duda.

-Esperá que ya te lo traigo -me dijo resuelta mientras desaparecía por el pasillo, como si hubiera estado esperando mi pregunta. Quedé solo en la mesa con el café caliente y la sensación de que estaba a las puertas de una revelación.

Volvió con un pequeño pajarito bañado en plata que jamás había visto. Lo puso sobre la mesa para que ambos lo contempláramos. No pude resistir la tentación de tomarlo. Era pesado, macizo, con la forma perfecta de un gorrión de pecho inflado. Tenía las dos alas plegadas y el pico entreabierto, como si estuviera cantando. Como objeto, resultaba inútil y hermoso. Era la primera vez que yo lo veía. Pensé en lo mucho que desconocemos de aquellos a quienes vemos a diario.

-Era de tu abuela -dijo mi madre, sacándome de mis pensamientos-. Lo tenía en su placard, en el estante donde guardaba sus joyas, sus chucherías y sus perfumes.

Cuando mi abuela murió, mi madre tomó el pájaro y lo llevó a su placard, donde hoy custodia sus propias joyas, chucherías y perfumes. No me costó nada vincular ese objeto con mi abuela. Recordé cómo me gustaba de chico quedarme a dormir en su departamento de Belgrano, donde yo ayudaba a mi abuelo a ordenar sus libros y de donde partíamos con mi abuela a mi paseo favorito, el zoológico, o a las hamacas que había al lado de la iglesia La redonda, en Obligado y Echeverría.

-Esperá -dijo mi madre-. Hay otra cosa más importante.

Fue hasta la biblioteca y trajo de allí una boquilla de marfil larga y blanca, de la cual yo tampoco tenía noticia.

-También de mi abuela -arriesgué, acaso recordando alguna vieja fotografía.

-También.

Cuando era chica, dijo mi madre, esa boquilla la llenaba de vergüenza. Mi abuelo era director del hospital Domingo Funes, de Villa Caeiro, y una vez por semana llevaba a su mujer y a su pequeña hija de paseo a Córdoba capital. Corría la década del 40 y en la confitería La Oriental las miradas se concentraban en esa mujer bella y elegante que entraba fumando en boquilla con aire desafiante, como una Lauren Bacall de provincia, cuando no con un turbante en la cabeza al mejor estilo Carmen Miranda. Mi...

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