Padres e hijos, unidos por los libros

He recibido unos cuantos libros estos días. Sucede a menudo en mi profesión, y uno de mis mayores placeres es llevarlos a casa. No leerlos, no siempre, sino depositarlos en algún rincón sobre las pilas de otros libros que, de manera irremediable, a falta de más bibliotecas, van elevándose en cada cuarto, juntando polvo e interrumpiendo el paso. Alguna vez soñé frente a la vasta biblioteca que dando un paso adelante ingresaría en esos mundos imaginarios, un poco como sucedía en La rosa púrpura de El Cairo o Las crónicas de Narnia, aunque ese truco utilizado tan deliciosamente en el cine me privaría del gusto de la lectura. Pero, a decir verdad, lo que más me entusiasma cuando recibo libros no es la posibilidad de leerlos algún día (es al revés: me angustia la certeza de que jamás podré con todos ellos), sino saber que en el futuro mis hijos encontrarán en esas historias puertas que les abrirán el paso a universos de fantasía.

Siempre me ha conmovido observarlos mientras leían, asomarse a otras vidas con el corazón palpitante y la ilusión de ser por un momento otro, un juego tan parecido al que simulan los actores y que nos permite distraernos de existencias que pueden ser algo grises y encarnar fabulosas aventuras. Cuando eran niños disfrutaba viéndolos espadear a la conquista de castillos medievales, seducir a una princesa montados en un caballo que sorteaba tormentas inverosímiles, trepar barcos piratas que se bamboleaban como nueces partidas en mares embravecidos. En esos momentos de rara intimidad, cuando leían amodorrados en un sillón o al abrigo de sus mantas en sus cuartos, envueltos en la espesura de la noche apenas interrumpida por la luz de una lámpara, indiferentes a los peores estruendos o aun al llamado de sus padres, sentía que se volvían un poco más libres.

En ese tiempo solía contarles algún cuento antes de que cayesen rendidos en sus camas, veía cómo iban dormitándose mientras mi voz y su imaginación indómita los conducía a mundos de fantasía. Era casi siempre la misma historia, pero en cuanto advertían una mínima variación, en la duermevela de la medianoche, me lo hacían notar de inmediato y sólo volvían a cerrar los ojos con sosiego si el relato volvía a su curso. "No, pa, son gnomos, no enanos", me corrigió alguna vez uno de ellos, sobresaltado por la aparición para él inquietante de un matiz que podía cambiar el sentido...

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