Ornette Coleman, con ánimo exploratorio

"Lo que convierte al jazz en una disciplina artística vital es su sorprendente capacidad para absorber la historia de la que forma parte. Si no sobreviviera ninguna otra prueba, una computadora del futuro probablemente podría reconstruir toda la historia del Estados Unidos negro a partir de su catálogo», anota Geoff Dyer en Pero hermoso (But Beautiful), donde narra algunas vidas ejemplares de músicos del género. Las palabras siempre parecieron llegar tarde para el jazz. Cada intento de definición quedaba inmediatamente superado por su incontenible, cambiante desarrollo, como si se empeñara en reeditar la paradoja de Aquiles ocupando, como gacela, el lugar de la tortuga. Quizá por eso los entresijos biográficos de sus hacedores tienen un perturbador atractivo adicional. Las historias personales compensan en parte esa épica escurridiza. Son, por lo general, versiones sufridas o trágicas, que hablan de discriminación racial o adicciones, de vidas frágiles que se aferran orgullosamente a su arte como si fuera la simple extensión de sí mismas.

Ornette Coleman, uno de los innovadores más personales deL jazz, no escapó a esas contingencias, aunque su adiós -cuando murió hace un par de semanas había alcanzado los 85 años- tenga la impronta de los finales felices. Al comienzo de su carrera, sólo encontró burlas por su nada convencional manera de tocar el saxo alto. Había aprendido por las suyas, en su Texas natal, confundiendo incluso algunos de los rudimentos musicales. Alguna vez confesó que el líder de una banda llegó a pagarle para que no tocara. En otra oportunidad, un grupo de matones lo vapuleó a la salida de un baile y le destruyó el instrumento en medio de la calle. Coleman persistió en su estilo herético, de modo admirable, hasta que a fines de los años cincuenta llegó a Nueva York, donde su abordaje terminó convirtiéndose en sinónimo de vanguardia y abriría las puertas del free jazz. Siguió siendo discutido, pero también se volvió indiscutible, lo más parecido que hubo a un filósofo original del género.

De todas las anécdotas que puntúan esa vida, hay una muy cercana. Al músico le gustaba salir a caminar por las ciudades en las que tocaba, como un flâneur que se deja llevar por la marea y el anonimato. Cuando en 2009 dio un concierto en Buenos Aires, dejó el hotel para dar uno de esos paseos aleatorios. Lo excepcional fue que no volvió. Según dice la leyenda (que fue en tiempo real, porque circuló en las horas previas al concierto), el...

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