Oíd Mortales, esa escuela del gusto

La primera vez que fui a Oíd Mortales buscaba el disco de un artista que, creo, sólo pudo grabar dos discos antes de morir: Mark Linkous. Había leído en una revista que en dos o tres temas cantaba PJ Harvey; pensé que si ella cantaba en el disco de otro, ese artista debía ser bueno y merecía atención. Algunas canciones habían sido registradas con un piano de juguete y la voz de banshee de Harvey parecía flotar, lamentarse o reírse de mí. O tal vez buscar consuelo.

El hombre que atendía saludó con una euforia ya desacostumbrada en la Buenos Aires posterior al 2002. Me enteré después de que había nacido en Tucumán y, fiel a mis prejuicios, atribuí el buen carácter a esa circunstancia. A partir de entonces, Oíd Mortales fue una especie de oasis en la ciudad. Como muchas otras personas, buscaba refugio y allí lo encontraba por un rato. La disquería era como una biblioteca de discos. Ahí dentro escuchaba las recomendaciones de Damián y de Andrea, les pedía grabaciones que ellos buscaban con paciencia, presenciaba el desfile de músicos de grupos alternativos que llegaban para dejar sus discos en consignación y que ellos ponían en la vidriera del negocio junto con los de David Bowie, Radiohead y Stereolab. Cada uno merecía un recibimiento cálido, cómico o cortés por parte de Damián.

Como en la disquería se podía "cambiar de tema", tomar distancia de las penurias sociales (en Buenos Aires siempre perfiladas de modo apocalíptico), empecé a llevar a mis amigos. Muchos de ellos, como yo, amaban la música y sentían curiosidad, una curiosidad más grande que la vida. Sabíamos que no iba a alcanzarnos el tiempo para escuchar todos los discos que queríamos escuchar, comprar y regalar. Sin embargo, cuando era posible, los comprábamos. Damián fijaba prioridades y una ironía dicha en el momento justo nos evitaba meter la pata con algún lanzamiento comercial que, en diarios y revistas, ocupaban páginas enteras. Obedecíamos. Por otro lado, el dinero que teníamos era menor que la curiosidad. Mirábamos con asombro a los clientes que se llevaban veinte discos de una sola vez y tomábamos notas mentales sobre los comentarios. Oíd Mortales era una escuela del gusto y un lugar donde aprendíamos a poner en palabras, como podíamos, el gusto personal.

Como millones de personas en el mundo, Damián se había hecho fan de los Beatles y, en especial, de Paul McCartney. Durante un tiempo, tuvo un pequeño sello musical que se llamó como la disquería...

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