Ante una multitud, Barenboim y Argerich dieron la fórmula de la conversación musical perfecta

Ese ritual feliz y puntual en el que fueron convirtiéndose los encuentros en Buenos Aires de y Martha Argerich no empezó este año, el cuarto consecutivo, igual que los otros, en la intimidad del Teatro Colón, sino al aire libre y a plena luz del día.

En realidad la atmósfera multitudinaria, con el escenario ubicado en plaza Vaticano y las diez mil personas que asistieron al concierto inicial del Festival Barenboim, no disiparon para nada la intimidad que los dos tienen para hacer música: eso no es algo que dependa de las circunstancias; más bien lo traen consigo.

El inicio, ayer, fue diferente de otros años, es cierto, pero no lo que sucedió en escena: la misma manera de hacer eso que ellos saben hacer mejor que nadie, la complicidad musical, la evidencia del cariño cuando entran y salen del escenario de la mano, en un gesto que se repite y que tiene tanto de protección como de compañía: en cierto modo esos gestos son la proyección de lo que ocurre musicalmente cuando se sientan al piano.

Barenboim, muy acostumbrado a los conciertos en el gigantesco Waldbühne de Berlín, contaba los otros días que aunque en las actuaciones al aire libre haya una pérdida de la calidad acústica se consigue a cambio una intensidad comunitaria muy diferente de la que existe puertas adentro de un teatro.

El concierto de ayer, pasado el mediodía, unió sin embargo lo mejor de los dos mundos. Salvo por algún bocinazo y un taladro insufrible -que con toda razón parecieron molestar visiblemente a Barenboim- existió por lo demás una disposición de recogimiento en el público, que se ubicó a lo largo de la calle Viamonte y desbordó más allá de la 9 de Julio y por el corredor del Metrobus.

Hay también una parte del mérito que pertenece a los detalles técnicos que dispusieron el gobierno de la ciudad y el propio Teatro Colón. En principio, al escenario se le agregó una cámara que colaboró con el reflejo del sonido y, por otra parte, la amplificación no resultó jamás artificial ni diluyó ningún matiz, mientras que la dirección de cámaras permitió seguir en dos pantallas gigantes cada detalle de las manos, las miradas, los gestos.

Argerich y Barenboim abrieron el recital con la Sonata para dos pianos en Re mayor, KV 448, que ya habían hecho juntos en 2014, y cuyos dos últimos movimientos entregaron como bis el año pasado. Cada una de estas revisitas, muy diferente de las anteriores, habilita una revelación fascinante: el dúo está siempre in progress y, alejado de cualquier...

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