Una monumental crisis de legitimidad

Al mar de incógnitas que domina la vida pública brasileña desde que estalló el escándalo Petrobras, se le sumó, desde anteanoche, otra gigantesca: ¿hasta cuándo se puede seguir sosteniendo el simulacro Temer? Su ascenso a la presidencia se apoyó en una ficción consentida: que el vicepresidente de Rousseff podía liderar la regeneración de una política corroída por la corrupción.

Quienes conocían a este dirigente, cuyo protagonismo se extiende a lo largo de dos décadas, y conocían las prácticas dominantes en su partido, el PMDB, calculaban que el experimento sería una quimera. Las últimas semanas les dieron la razón. El último 13 de abril, una declaración del ejecutivo de Odebrecht Marcio Faría ante la justicia electoral salpicó al presidente. Faría confesó que, en 2010, ofreció un aporte de 13 millones de dólares al PMDB en una reunión presidida por Temer. Para ese entonces, la imagen del acusado ya presentaba los niveles de rechazo que llevaron a Dilma fuera del poder.

El empresario Joesley Batista terminó de desnudar al rey. Como se supo anteayer, Batista aportó las grabaciones de una entrevista en la que el presidente le pidió que siguiera sobornando a Eduardo Cunha, por entonces presidente de la Cámara de Diputados, que amenazaba a Temer con revelaciones escabrosas. Cunha también pertenece al PMDB. Y fue que encabezó el impeachment contra Dilma. El malentendido no puede ser más endiablado. Dilma fue reemplazada por irregularidades de la contabilidad fiscal. Pero, en una dimensión subliminal, fue arrastrada por la tormenta del Lava Jato, a pesar de que, hasta donde se sabe, sobre ella no pesan acusaciones. Ahora el cuadro termina de revertirse: los corruptos son los que la echaron. La crisis de legitimidad está a la vista.

Hasta ayer a la tarde, todo Brasil esperó la renuncia de Temer, pronosticada como un hecho en los sitios de noticias. Pero el presidente aclaró, con el tono de quien se siente calumniado, que no dimitirá. Negó los hechos que se le imputaron. Y se ufanó de que ese paso sería perjudicial para el país, porque abortaría la tímida recuperación que se verifica en la economía. Fue un reconocimiento tácito. Nadie esperaba que produjera una restauración moral, sino que se encargara de ordenar la economía. Para ese objetivo el sucesor de Dilma ofreció una garantía a la clase dirigente: no se postularía en las elecciones de 2018. Se entiende, entonces, por qué el establishment brasileño aceptó disimular sus inconductas.

Sin...

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