Lucas Pratto: 'Los elogios me llegaron de grande'

Tres bocas que alimentar en un escondite disfrazado de hogar en el barrio Los Hornos, corazón de la humildad de La Plata. Mamá Daniela, que limpiaba casas. Leandro, el hijo mayor, y Lucas, el pequeño, tres años de diferencia y parecidos con un balón: futboleros de día, de noche y en sueños. El viejo se fue con rumbo desconocido en tiempos de niñez, épocas indelebles. Hubo días que Lucas les tocaba la puerta a los vecinos: había que pedir billetes para seguir estafando al estómago. Hubo noches que cenaban, sentados los tres a la mesa, un mate cocido con pan. "Es interesante que uno lo cuente, pero no intento dar ese ejemplo, porque no está bueno que eso le pase a nadie. Sobre todo, a los más chicos. No quiero dar sólo ese mensaje a los pibes, porque tuve otros valores, como la contención de mi vieja y una gran amistad con mi hermano. Esas dos personas dieron todo por mí. Después, si comíamos o no, si comprábamos ropa o no, es otro asunto. Siempre fuimos para adelante", descubre su interior Lucas Pratto, de 26 años, el magnífico delantero de Vélez, uno de los artilleros más valiosos de nuestro medio. No sólo inventa gambetas, no sólo celebra goles, no sólo besa el tatuaje de Pía, su pequeña de cuatro años. Su voz martilla desde la experiencia de vida y la sapiencia del fútbol. Si hay un intrépido sensible, si hay un sujeto futbolero, la historia de Pratto atrapa desde la cabeza hasta los pies. Hueso a hueso.

"Mi viejo está y no está. Formó otra familia, tengo tres hermanos más, pero no es un tema que me guste demasiado hablar. Está ahora, cuando el hijo es jugador de fútbol o es alguien en la vida", cuenta Lucas, a la sombra en el oasis de la Villa Olímpica de Ituzaingó. Si su figura, en el césped, provoca escalofríos en los zagueros, su voz, en la charla, resulta una invitación al sentimiento. Separado de su mujer, lo que más le importa en la vida es Pía. El mejor gol de su vida. "Intento hacer con ella todo lo que no hizo mi viejo conmigo. Me mira siempre cuando juego; cuando hago un gol, me beso el tatuaje con su imagen; cada vez que termina el partido, tengo un mensaje de voz de ella que es emocionante. Hago lo que quiera: jugamos, dormimos, le doy licencias", se confiesa, sentado a metros del vestuario, sin transpirar una sola gota de sudor futbolero. No lo precisa. No ahora.

Repartía volantes para escuchar el sonido de algunas monedas en sus bolsillos. Custodió salones de fiestas, al antiguo estilo patovica. Siempre alto, imponente más...

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