La letalidad en la Argentina está entre las más bajas de la región, pero llega con una advertencia

Si funciona, la vacuna llegará a la Argentina en 2021; de eso tenemos ya la certeza, o al menos el Gobierno cuenta con ella. Mientras tanto, los números, los de la salud y los de la economía condicionan nuestra rutina; nos movemos cada día tratando de no disparar a unos, pero tampoco de desplomar a los otros.

En la Argentina, el número de muertes y contagios crece pese a que la región de más infecciones, el AMBA, está en cuarentena desde hace 150 días y la parálisis -sea por el miedo o las restricciones del ASPO- empeora día a día los indicadores de desempleo, pobreza infantil, brecha educativa.

La cifra de muertos fue, en particular, alarmante esta semana. El número diario da escalofríos, pero en la perspectiva temporal y geográfica toma otra textura, una menos áspera. El país, aun con la aceleración de decesos, mantiene la cara más aterradora de la pandemia -la de la muerte- más acotada que sus vecinos regionales y que el promedio global.

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Sin embargo, irónicamente, la salud relativa de hoy puede representar más afecciones y patologías en el futuro y, en definitiva, menos salud en unos pocos años. Fernández ayer se dijo "obsesionado con la salud", e insiste en que la manera más eficaz de cuidarla es el confinamiento; la baja letalidad en el país algo de razón le da.

Ese número positivo, sin embargo, viene con una advertencia en forma de dilema: cómo evitar que esa intervención sanitaria se transforme en una trampa que hipoteque, a futuro, no ya la economía sino la propia salud de los argentinos, valor que, para el presidente Fernández, está por encima de cualquier otro, incluida la libertad.

La trampa no está solo en la caída de la demanda de salud, provocada esencialmente por el miedo, sino también en las limitaciones a la oferta de salud por las restricciones generalizadas a la circulación.

La Argentina y la región

Números, tasas, factores, indicadores… el año de la pandemia nos llenó de ellos. La epidemiología, después de todo, se alimenta de cifras y fórmulas para describir la vida de una infección y trazar su recorrido e impacto en una sociedad.

De entre todos esos números y tasas, varios tratan de responder a la pregunta más agobiante ante el coronavirus: ¿cuántas personas pueden morir? ¿cómo podemos acotar ese número?

El más obvio en responder es el número total de muertos; es simple y contundente para fotografiar el efecto acumulado de la enfermedad. Sirve además para comparar el impacto entre los países ya que, con ese número, se construye la tasa de muertos por millón de habitantes, un ranking regional encabezado por Perú (651) y Chile (533) y en el que la Argentina está bien parada, entre los últimos puestos, con 115 muertos por millón de habitantes a lo largo del año.

El ranking global de las muertes por millón de habitantes representa una evidencia contundente del feroz impacto que el coronavirus tiene en la región. De los 20 países con peores números, siete son latinoamericanos. Un informe de la Cepal y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) de julio pasado intenta explicar esa desoladora realidad: América latina es la región más desigual del planeta y la más urbanizada del mundo en desarrollo; su crecimiento económico está casi aletargado desde hace unos años y la informalidad laboral alcanza a más del 50% de los latinoamericanos.

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