El 'lenguaje inclusivo', montado sobre 'la grieta'

El lenguaje inclusivo desde el discurso oficial.

En un país de cuarenta y cuatro millones de habitantes en el que casi veinte millones son pobres y la indigencia crece, con una de las cuatro inflaciones más altas del mundo, una importante tasa de desempleo, que está entre los diez países con mayor tasa de muertes por millón de habitantes por Covid, solo el 11% de la población tiene el esquema completo de vacunación, gran cantidad de jóvenes expresan deseos de emigrar, la sociedad se encuentra dividida en dos bandos enfrentados por mucho más que diferencias políticas y los políticos no consiguen hablar de futuro ni esbozar un discurso de esperanza, ¿qué sentido tiene preocuparse por cómo se habla?

A menudo un razonamiento así desalienta o subestima debates sobre el llamado lenguaje inclusivo . Este razonamiento, curiosamente, sí es inclusivo. Suma a detractores del inventario de género y del morfema -e, quienes, si bien deploran esta forma de hablar, están convencidos de que todo es una argucia, una provocación del Gobierno destinada a tapar los problemas de fondo.

Aunque unos y otros repiten como un mantra que la lengua tiene vida propia, los que quieren demoler el castellano "sexista" mediante topadoras han mostrado sentir poco aprecio por la libertad de los hablantes. Habituados a plantear filosas causas militantes aquí y ahora, carecen de paciencia para esperar la asimilación de los cambios lingüísticos, que, según los expertos, normalmente llevan alrededor de cien años. Le dan aire como pueden, entonces, a su revolución gramatical. ¿Los corre la prisa por compensar diez siglos de mujer soslayada por el genérico plural masculino o los invade la pulsión de decretarlo todo, hasta el habla? La verdad parece estar, como tantas veces, a mitad de camino.

Un primer malentendido deriva de que nos quedamos enganchados con la frase "el tiempo dirá" , esa sabiduría que recuerda que la lengua no tiene dueño, que está viva, que es de todos. El tiempo dirá, sí, pero resulta que el tema hace rato que dejó de estar en manos del tiempo, porque mientras nos afligíamos por la inflación, la economía inerte y la pandemia mal llevada, la burocracia reglamentarista del Estado no dormía. Cierta imposición se difuminó sin decir oblíguese. Códigos moderados, manuales amables, recomendaciones legitimadoras, normativas departamentales, resoluciones, guías. Se expandió una habilitación despareja, acorde con lo caótico que es el plexo lingüístico "antisexista", ese...

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