El juego perfecto

He leído con gozo cada día el cruce de correspondencia entre Martín Caparrós y Juan Villoro con motivo del Mundial de fútbol, porque a través de la astucia con gracia y el ingenio ilustrado saben convertir este deporte, sin duda el más universal de todos, en arte épico que no merece sino el éxtasis, y en filosofía trascendente, toda una metafísica del balón, tanto es así que Juan ha llegado a acuñar una frase sagrada para todo el ritual: Dios es redondo.

Mi pasión deportiva, nacida en la infancia como toda pasión trascendente, ha sido más bien por el béisbol, que pertenece a una comarca más restringida. Si el fútbol es un esperanto que entiende todo el mundo, y en Bangladesh la gente celebra en las calles con locura los triunfos de la Argentina, el béisbol es un idioma que fuera de Estados Unidos y de los países del Caribe, adonde llegó con los vientos de las ocupaciones militares norteamericanas, se entiende poco.

Es un asunto de reglas y paciencia. Un gran partido de béisbol puede ser aquel donde casi no sucede nada, como, por ejemplo, un juego perfecto, donde el pitcher pone fuera de juego, uno tras otro, a los veintisiete bateadores que se le enfrentan a lo largo de las nueve entradas del partido, y la épica del juego está en la ausencia de acción. Para un neófito, sentado en las graderías será el summum del aburrimiento, igual que si en un juego de fútbol Messi se quedara clavado a medio campo, sin dar una sola patada.

Pero el espectador sabio, gracias a las largas pausas que puede tener el juego, al contrario del fútbol, donde todo es velocidad y movimiento, puede convertirse en un verdadero filósofo. Un estratega filosófico. Y el béisbol puede llegar a tener una ética, según lo voy a contar.

El héroe deportivo más célebre de Nicaragua, Denis Martínez, el primero de mis compatriotas en llegar a las Grandes Ligas, es dueño de la rara hazaña de haber lanzado un juego perfecto. Un pitcher para los anales. La proeza, ahora legendaria, tuvo lugar el viernes 26 de julio de 1991 cuando vestía el uniforme de los Expos de Montreal, y le tocaba lanzar contra los Dodgers en sus propio estadio de Los Ángeles. Antes del juego, como en la historia de los caballeros andantes que velan sus armas, y purifican su espíritu con el ayuno, o la oración, se fue solo a oír misa a la iglesia de San Antonio de Padua, en la avenida César Chávez, mientras un taxi lo esperaba con el motor encendido al pie de las escalinatas para llevarlo al estadio.

Y así se alzó...

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