Los insomnes de Silicon Valley no descansan

Me estoy cansando de palabras como usuario, clave, contraseña, configuración, redes, sistema, resetear. La cantidad de veces por día que aparecen en conversaciones vinculadas con el trabajo, las relaciones sociales, el esparcimiento o los trámites más banales es la evidencia de que la marea tecnológica no deja de subir. Muy pronto nos llegará al cuello, si es que todavía no la tenemos allí. Para serles franco, sospecho que mi hartazgo esconde un temor: no estoy seguro de haber desarrollado las branquias necesarias como para poder respirar y sobrevivir en el medio virtual cuando la marea nos tape por completo y seamos, todos conectados tanto en la desdicha como en la prosperidad, un solo canto al cuerpo eléctrico, como le hubiera gustado a Whitman.

Es así, la progresiva colonización del discurso por parte de términos como éstos dice que cada día la vida real pierde terreno en beneficio de la virtual. Las almas jóvenes y livianas encuentran en la Red una realidad más consistente que la de afuera, en la que además se multiplican y se emancipan del peso del cuerpo para viajar en el espacio sin moverse de donde están. Una suerte de viaje astral exprés impulsado por bits y algoritmos. A otros, en cambio, nos cuesta un poco más. Todavía cargamos con nuestros huesos allí donde vamos. Y esa densidad propia de otra época nos complica la vida.

Esta semana tuve una muestra del descrédito en que ha caído el cuerpo. Quise arreglar de una vez un viejo asunto pendiente con el banco y tuve la mala idea, o el mal gusto, de apersonarme hasta allí. Con la paciencia de quien se dirige a un marciano que acaba de bajar a la Tierra, una chica muy amable me explicó desde su escritorio que si quería liquidar mi trámite de manera más expeditiva debía apelar al Home Banking.

Volví a casa con un papelito donde la niña había apuntado un 0800. Conseguir que me atendieran no fue fácil. Hoy son tantas las claves que llevamos en la cabeza que no sólo me olvido de las dos que alguna vez supe, sino que hasta empiezo a dudar de mi número de documento. De pronto me saludó una voz cantarina de inconfundible acento caribeño. Era una muchacha más dulce y comprensiva que la anterior, y hablaba como si estuviera descalza frente al mar, con un trago largo en la mano. En dos minutos, cerramos el asunto satisfactoriamente y yo me sentí un poco más cerca de ese salto de fe que me anda faltando para no perecer en el cambio de era: lo que no pueden...

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